Recrearse en el ridículo
Adivina, adivinanza: de todos los asuntos que ocupan a la política exterior española, ¿cuál es el que concita entre el PSOE gobernante y el PP opositor un mayor grado de acuerdo, una unanimidad granítica, berroqueña? ¿La actitud ante la Cuba castrista, que la FAES considera blandengue mientras el equipo de Rajoy trata de azuzar a los presos recién expatriados a Madrid contra el Ejecutivo socialista? ¿La zapateril Alianza de Civilizaciones, objeto de escarnio y befa desde las filas del Partido Popular? ¿El papel de España dentro de la Unión Europea, que los conservadores describen como el de un país intervenido o bajo tutela, mientras Rodríguez Zapatero afirma que, durante su presidencia semestral, se ha ejercido un sólido liderazgo? ¿Venezuela? ¿Afganistán?
España teme que la soberanía de un nuevo país del tamaño de Soria pueda amenazar la obra de los Reyes Católicos
Frío, frío... El único tema ante el cual los dos grandes partidos españoles exhiben ahora mismo una unidad sin fisuras -eso que se suele llamar con énfasis "una política de Estado"- es ... el rechazo de la independencia de Kosovo y la negativa a establecer con él relaciones diplomáticas. No la simple falta de reconocimiento, sino una posición activamente contraria a la admisión del nuevo Estado balcánico en la comunidad internacional, como lo probó la comparecencia ante el Tribunal de Justicia de La Haya de una asesora legal del Ministerio de Exteriores, doña Concepción Escobar, para sostener la derrotada posición de Serbia, es decir, el carácter ilegal de la secesión kosovar.
Con objeto de explicar tan curioso fenómeno, hay quien arguye que, para los dos partidos citados, el de Kosovo no es un tema de diplomacia, sino de política interna. Y que, según ha confirmado recientemente el filósofo y ex parlamentario socialista Xavier Rubert de Ventós, "en el aspecto nacional el PP y el PSOE son absolutamente lo mismo".
Sí, es indudable que las posiciones diplomáticas de los Estados -sobre todo, cuando no se trata de grandes potencias- responden a menudo a claves internas y gestuales. Pero no es habitual que un gobierno de una potencia media se involucre tanto en un asunto tan exótico..., sólo para exhibir sus complejos, sus debilidades, sus fantasmas; sólo para hacer el ridículo. Es lo que el Gobierno español está haciendo en el dossier kosovar.
Entre los 27 miembros de la Unión Europea, sólo son cinco los que siguen sin reconocer a Kosovo: España, Eslovaquia, Grecia, Rumanía y Chipre. Es comprensible que Chipre, víctima desde hace 36 años de una partición territorial de facto por obra de una invasión militar extranjera, rechace secesiones unilaterales. Se puede entender que Rumanía o Eslovaquia -un Estado nacido hace apenas 17 años-, obsesionadas ambas con el irredentismo húngaro, sostengan la inamovilidad de las fronteras. Y sabíamos ya que el nacionalismo griego gallea de puertas afuera -recuérdese la batalla por el nombre de Macedonia- para disimular sus hoy flagrantes miserias internas. Pero, ¿España? España, a la que sus vates califican como "una de las naciones más antiguas de Europa", ¿se pone a la altura de esos frágiles países balcánicos cuyas fronteras se han movido diez veces en los últimos 150 años?
¿Acaso el Reino Unido, Francia, Dinamarca, Bélgica, no albergan en su seno movimientos secesionistas importantes (Escocia, Córcega, Groenlandia, Flandes...) que podrían tomar como precedente la independencia kosovar? Sin embargo, esos Estados y sus Gobiernos están seguros de que la solidez de sus democracias resistirá el envío de un embajador a Pristina. Al parecer, España no. España teme que la soberanía de un nuevo país del tamaño de Soria pueda amenazar la supuesta obra de los Reyes Católicos.
Ahora se entiende mejor por qué, en virtud de qué miedo colectivo, los magistrados del Constitucional sintieron, en su sentencia sobre el Estatut, la necesidad de repetir hasta ocho veces lo de la "indisoluble unidad de la nación española".
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