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Reportaje:

Viaje por Saramago

José Saramago escribía libros y abría puertas por las que transitamos hacia una cultura, otros escritores, un modo de entender la vida, un país. Supimos un día que Portugal tiene el tamaño adecuado para que una mujer, Blimunda, lo recorra a pie buscando a su hombre, al que acabará encontrando minutos antes de que la Santa Inquisición lo queme vivo por el nefando crimen de haber ayudado a juntar voluntades humanas y así volar en una pasarola que recorrió los cielos de Lisboa, Mafra, la sierra de Montejunto y los mares de Ericeira en un viaje único porque un fraile culto, un hombre manco y una mujer con poderes juntaron pensamiento y arrojo, valores humanos a los que no renunciaron pese a la amenaza de pagar por ello un precio tan alto como alta es la propia vida, la de cada uno, la de todos. La trinidad laica que formaban Blimunda, Baltasar y Bartolomeu entre sueños y estrecheces oyó tocar a Scarlatti porque la música es aérea y él cómplice en la elevación de los seres humanos, mientras, más allá de los acordes, trabajadores reclutados a la fuerza por el ejército de Don João V construían un convento palacio para conmemorar el nacimiento de Maria Bárbara, y por el que hoy pasean los turistas con Memorial del convento bajo el brazo. Y por llevar el libro entienden mejor la arquitectura y la naturaleza humana. Íntimamente mejor.

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Donde el mar se acabó y la tierra espera

En la raya con Extremadura está el Alentejo. Dice Saramago, por haber mirado tal vez desde la moderna altura de un avión, o desde su estatura, quién sabe, que lo que más hay en la tierra es paisaje, a no ser, añade, la abundancia de penas y tantos sueños sin cumplir de gente que él ha conocido bien, los campesinos sin tierra del Alentejo que cruzaron su tiempo esperando el día levantado y principal en el que pudieran decir, por fin, aquí estamos, somos y merecemos lo que la historia nos viene negando. Ese día en que los vivos y los muertos se juntarían en un desfile alegre, al que no faltaría el perro Constante, ni los Maltiempo que se sucedieron en una dinastía siempre pobre, de trabajar de sol a sol, de mudarse de un lugar a otro, estos olivos, estos campos sin sembrar, esta lluvia, el ajuar sobre un burro, el colchón, la olla, poco más tenemos que estos hijos, van al desfile Juan y su mujer Faustina, que juntos comieron pan y chorizo una noche de invierno, y Sara de la Concepción y Domingo Maltiempo, todavía con la soga al cuello, la soga con la que se ahorcó por culpa del vino y del mal vivir, o Tomás Espada con Flor Martinha, tanto tiempo esperándote, decía ella, o la hormiga mayor, que vio en Monte Lavre cómo torturaban a Germano Vidigal mientras ella arrastraba provisiones con las que pretendía llegar hasta el día del desfile, un tiempo en que ninguna policía política mataría a golpes a un hombre, relato verdadero que Saramago reconstruye en Levantado del suelo y que no pudo volver a leer nunca porque no era capaz de aguantar tanta brutalidad. Para distanciarse eligió, a la hora de narrar, el punto de vista de la hormiga, sin saber, o intuyéndolo, que hasta las hormigas, con sus minúsculos cerebros, expresarían alarma, quiénes son estos, de qué vientre han nacido para creerse dueños de otros que también han nacido de vientres, tan iguales todos al nacer, con el mismo futuro, de no mediar las hambrunas y otras maldades que confunden a la genética y ofenden a la ética.

Los paisajes mueren porque los matan, no porque se suiciden. El río Almonda, que pasa por Azinhaga, vio nadar cuerpos jóvenes y en sus aguas se lavaron miles de sábanas que luego, al caer la noche, olían a juncos, que era el olor a limpio de la ropa de los pobres. Ahora nadie podría bañarse en esas aguas, el filósofo tendría que callarse, ni una vez siquiera se podría gozar de la amable tibieza de un río del que se conocen todos los recodos y entrar en él es como entrar en un cuerpo bienamado. Cortaron los olivos, contaminaron el paisaje, se quedó la gente que a sí misma se sucede, los azules de las fachadas, las calles que ya no son de tierra, el recuerdo de unos abuelos altos, que cuidaban cerdos, las estrellas, que dicen que son las mismas, o tal vez sean el reflejo de lo que ya no está. Azinhaga, Ribatejo, caballos a lo lejos, en casa una cama pintada, un fogón, unas sillas, una mesa, un Portugal íntimo y precioso, descrito en Las pequeñas memorias, un país de recuerdos que nos une a todos en las mismas emociones y los mismos desconsuelos. Así éramos, no sabemos lo que hemos ganado ni lo que hemos perdido, no está inventada la máquina de medir la dimensión de la humanidad que transportamos.

El viaje no acaba nunca. Decían que en Orce, Granada, encontraron al hombre más antiguo de la Península. Saramago le dio nombre, le puso Pedro Orce y se fue a ver los caminos de esa región meses antes de hacerla suya para siempre. Entró en cuevas que son casas, conversó con pastores que son nuestros contemporáneos aunque reproduzcan modos de vida que se pierden en el tiempo, tan duros y tan antiguos, juntó en un dos caballos a cinco andantes, tres hombres, dos mujeres, sujetos libres que vivieron proezas antes nunca imaginadas, y más tarde Saramago escribió que no existe ninguna novela que no tenga palabras de más, aunque a otras le falten páginas, de modo que escribió un capítulo nuevo para La balsa de piedra, otro viaje dentro del viaje para ver cómo nacen los ríos, y acabar diciendo, ante las aguas claras y ágiles del Castril, que mirándolas "el tiempo tiene otro sentido, como un instante de eternidad en la atroz brevedad de la duración humana. La nuestra".

Dice Saramago que a Portugal se entra por Camões. También por Eça de Queiroz, por Teixeira de Pascoaes, por Camilo Castelo Branco, por Sophia de Mello Breyner, por los poetas, luminosa constelación, por Fernando Pessoa, siempre por Fernando Pessoa en su estupenda complejidad. Hace años escribió José Donoso que si Lisboa desapareciera pero quedara un ejemplar de El año de la muerte de Ricardo Reis, el espíritu de la ciudad estaría salvado. La ciudad que se mira a sí misma, desconfiada, arañada de caminos que se cruzan, para ir, tal vez para volver, raíles de tranvías, calles tortuosas, la sombra de un deseo, el silencio pesado, la monotonía de los coches, un olor doméstico del jabón de almendra, la mujer que camina segura, la que mira a lo lejos enredada en convenciones mientras su mano inerte le dicta la vida y tal vez la soledad. Y un beso prolongado, tanto y tanto, un encuentro de dos hombres, el que no existe porque murió, el que no puede existir porque era invención. Fernando Pessoa, Ricardo Reis, la sabiduría de contentarse con contemplar el mundo desmentida en más de 400 páginas, la sabiduría de expresar la tristeza humana contada en más de 400 páginas. "Aquí, donde el mar acaba y la tierra empieza". "Aquí, donde el mar ha acabado y la tierra espera".

Salió Saramago de su país para entrar con ojos nuevos. Lo recorrió de Norte a Sur y de Este a Oeste. Utilizó carreteras secundarias, caminos vecinales y todos los desvíos que le llevaran al interior de las cosas. Eligió describir piedras en vez de paisajes, aldeas en vez de palacios, un cuadro de una esquina frente al gran retablo mil veces reproducido por su innegable belleza. Pero se quedó con la Pietá de Belmonte y con el palio de Cidadelhe, tan amorosamente custodiado, de Sintra, del palacio de la Pena dio señal, pero se detuvo describiendo cierta forma de amasar el pan y dar de comer, tan necesaria para la justicia del mundo. Viaje a Portugal no es una guía, es un testamento, una manera de mirar y ver. De descubrir la huella de la mano que levantó el monumento, la respiración de las piedras, el latido extremo de una civilización que se acaba y nadie puede decir si para bien.

Unos meses antes de morir Saramago recorrió Portugal, una vez más su país, Constância, Camões, el Tajo, Castelo Novo, el Río Coa, los olivos, las vides, Figueira de Castelo Rodrigo, la historia. Saramago murió con los ojos llenos de un país que no es grande, pero a él le dio vida y a cambio él le fue ofreciendo los libros que escribía. Portugal era el mundo desde el que José Saramago se hacía todas las preguntas y trataba de encontrar alguna respuesta. Viajó, decía, por Portugal, siguiendo la ruta de un elefante que tuvo que llegar hasta Viena por una absurda decisión real. Y Saramago, como el elefante Salomón, partió desde Belén país adentro, con la emoción de quien sabe algo de la condición humana y permanece dispuesto a la sorpresa. En Castelo Novo leyó en voz alta unas líneas escritas 30 años antes: "Castelo Novo es uno de los más conmovedores recuerdos del viajero. Tal vez vuelva, tal vez no vuelva nunca, tal vez evite volver, solo porque hay experiencias que no se repiten". Volvió y quizá aún esté allí: al fin y al cabo, como dice el epílogo de El viaje del elefante, "siempre acabamos llegando a donde nos esperan". A Portugal, sin duda, y desde Portugal, a todos sus lectores.

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