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Columna
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Cifras y letras

Después de tantas décadas repitiendo la frase de don Miguel de Unamuno -"levantinos, os ahoga la estética"-, ahora va a resultar que la respuesta al problema catalán es una cuestión de cifras, de un par de fríos guarismos: según se han encargado de repetir numerosos socialistas de ambos lados de los Monegros, la sentencia del Tribunal Constitucional invalida apenas un 5% del Estatuto de 2006, lo que no justifica tanto aspaviento; y según precisa la empresa Lynce (qué acierto de nombre, ¿no?), a la manifestación del pasado sábado en Barcelona no asistieron más de 64.400 personas, un verdadero fiasco.

¿Mienten como bellacos? Digamos que manipulan interesadamente la realidad al servicio de sus respectivos patronos. En el momento en que los señores de Lynce dicen haber efectuado sus mediciones (8.30 de la tarde) un servidor, verbigracia, llevaba ya media hora en casa, disfrutando de un reparador pediluvio. Cuando muchos voceros del Gobierno, del PSOE y del PSC insisten en que sólo se ha perdido un 5% de Estatuto, fingen creer que las leyes se miden a peso, y que cada palabra o cada artículo pesan igual.

La acumulación de decepciones ha desplazado el eje de la centralidad catalanista del federalismo hacia el independentismo

Pero no. Éramos bastantes más que un Camp Nou con media entrada, y el contenido íntegro de la sentencia hace patente que el recorte no ha sido sólo cuantitativo, sino también y principalmente cualitativo, demoledor para los cimientos de la imagen que buena parte de la sociedad catalana tiene de sí misma. Permítanme ilustrarlo con un ejemplo. Los magistrados del Constitucional niegan que la existencia de Cataluña como sujeto político, y su derecho al autogobierno, puedan fundamentarse ni siquiera en parte sobre unos "derechos históricos" semejantes a los de vascos y navarros. Nada de eso: la comunidad autónoma catalana existe y puede tener su Estatuto exclusivamente porque así lo estipula la Constitución de 1978. O sea, que si las Cortes constituyentes hubieran decidido -como el franquismo ya intentó- unir Lleida con Aragón y crear con el resto del Principado una Región del Noreste, ¿ahora tendríamos la Comunidad Autónoma del Noreste? La estatalidad catalana forjada a lo largo de la Edad Media y perdida manu militari en 1714, la Renaixença, un siglo de reivindicación catalanista, la autonomía republicana liquidada otra vez a punta de bayoneta, todo eso ¿no tiene ningún valor como fundamento de nuestras aspiraciones actuales? ¿Somos, en este sentido, un invento del constituyente de 1977, igual que La Rioja, Murcia o Cantabria?

Humillados y ofendidos, ¿nos hemos vuelto independentistas en masa? Déjenme responder con un paralelismo histórico. Durante la década de 1920, la cerrazón del unitarismo español -culminada por el dictador Primo de Rivera- desplazó el centro de gravedad del catalanismo desde las posturas regionalistas de derechas hasta las nacionalistas de izquierdas, aquellas que eclosionaron en 1931. Pues bien, a lo largo de la década 2000-2010 la acumulación de decepciones (con respecto a Aznar para quienes creyeron en el Pacto de Majestic, con respecto a Rodríguez Zapatero para quienes confiaron en el "apoyaré..." y en la "España plural", con respecto a la institucionalidad española en su conjunto tras la sentencia del TC) ha desplazado el eje, la centralidad catalanista desde el autonomismo-federalismo hacia el soberanismo-independentismo. Eso es lo que se visualizó el 10 de julio en el paseo de Gràcia y vías próximas.

Un par de semanas atrás, un relevante periodista barcelonés y buen amigo escribió que él se tomaría en serio esto del independentismo cuando lo hiciese el presidente de La Caixa. A falta de éste, el sábado fueron vistos por el paseo de Gràcia, entre estelades y sin que les diera ningún soponcio, el presidente de Fomento, Joan Rosell, el de PIMEC, Josep González, y el del Círculo de Economía y de la empresa Abertis, Salvador Alemany. Indudablemente, la centralidad catalanista se está moviendo.

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