Cargados de razón
Las manifestaciones y las cuentas sobre el número asistentes sirven fundamentalmente para cargarse de razón. Una buena manifestación es como el enamoramiento de los adolescentes: no es posible que el mundo asista impertérrito a lo que acaba de suceder; nada será igual después de esto. Hay una especie de catarsis colectiva en la que la señora Historia se nos aparece por unos instantes en carne mortal. El único y pequeño problema es que las manifestaciones cargan de razón a todos: también a quienes son objeto de imprecación por parte de los manifestantes. Lo prueba sobradamente la lectura comparativa de cierta prensa madrileña y de toda la barcelonesa de ayer: unos y otros quedaron contentos y satisfechos del resultado; en Barcelona, de la amplia adhesión a la repulsa contra el tribunal; en Madrid, de la clara demostración de que Montilla se ha vendido al independentismo por un puñado de votos que, además, ni siquiera conseguirá retener. Con un añadido: a 625 kilómetros de distancia, esta manifestación, como la sentencia o incluso el Estatuto descalabrado, son munición de un día, ahogada en la marea de La Roja. Siento decirles que están equivocados quienes pensaron que cuantos más fueran el sábado a la manifestación, más conseguirían que se les hiciera caso en Madrid. Las manifestaciones nos cargan de razones a todos, y hay que analizarlas y tomar buena nota de ellas, pero nada cambian. Hoy lunes, el mundo sigue.
No basta con la razón sentimental; hay que tener la razón práctica, es decir, la capacidad para convertir las ideas en realidades
Tampoco aportan ni restan a los argumentos sobre las reivindicaciones que se enarbolan. Todo lo que sucedió el sábado entre las seis y las nueve de la tarde en las avenidas del centro de Barcelona no modificó ni un ápice la fuerza de los argumentos a favor y en contra de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto. Tampoco nada modifica el hecho de que asistieran 1,5 millones de personas como dice el ojo de enorme cubero de Òmnium Cultural, la entidad organizadora, o las 56.000 de las cuentas puntillosas de la agencia Efe. Pero el hecho consignado por el redoble de tambores de los medios de comunicación, el número y la calidad de las entidades adheridas a la convocatoria y, sobre todo, la participación oficial de las fuerzas políticas y sindicales del consenso catalanista nos conduce a tres conclusiones: fue una de las mayores manifestaciones jamás vistas en Barcelona; expresa un profundo malestar catalán con el trato que ha merecido, sobre todo por parte del Partido Popular y posteriormente del Tribunal Constitucional, una reforma estatutaria que ha seguido todos los pasos legales exigidos, y refleja un cambio de hegemonía dentro del catalanismo, hasta ahora en manos de las ideologías autonomistas y a partir de este momento de las soberanistas e independentistas.
La manifestación no fue una derrota del socialismo catalán ni del presidente Montilla. La derrota fue la sentencia, que deja sin oxígeno político ni márgenes de acción a quienes habían apostado desde el catalanismo, con más o menos acierto, por las fórmulas que unían a Cataluña con España. Es innegable que ahora la mano en este juego la tienen los soberanistas, totalmente desentendidos de la buena gobernación de España y exclusivamente dedicados a la emancipación catalana. Que tengan la mano no quiere decir que tengan el éxito asegurado: sus ideas son muy precisas, pero el camino para conseguirlas no. Necesitarán contar con nuevas mayorías electorales y también sociales. Necesitarán contar con alianzas. También en Madrid. Y En Bruselas, naturalmente. No será nada fácil. España es mucha España. No basta con tener o creer que se tiene la razón sentimental o moral. Hay que tener la razón práctica y efectiva, es decir, la capacidad para convertir las propias ideas en realidades tangibles. Y ahora mismo, la nebulosa de sentimientos expresados el sábado contrasta vivamente con los problemas prácticos de la gente, incluidos muchos de los manifestantes. La primera respuesta que deberán proporcionar quienes tienen la mano, al menos en el terreno de la hegemonía simbólica que dan las manifestaciones, es contar a los catalanes qué hay que hacer en medio de esta crisis económica pavorosa que se ha llevado por delante una cuarta parte de los puestos de trabajo industriales de Cataluña. De la independencia no se come.
La prueba más inmediata que debe pasar este cambio de hegemonía registrado visualmente el sábado es la de las urnas. Urge conocer cómo se traduce todo esto en votos y escaños. Y luego habrá que actuar en consecuencia.
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