La vida animada de Pixar
Hasta el infinito y... ¿Hasta dónde piensan llegar los geniecillos de la animación? ¡Están locos estos pixarianos! Decoran con juguetes sus despachos. Van por los pasillos subidos a un patinete. Hacen gala de lo bien que se lo pasan currando. Y tienen el descaro de levantar una casa de muñecas de cinco metros de altura a la entrada de la oficina... ¡Menuda desfachatez!
Puede que el estudio de animación Pixar sea en el fondo eso, una enorme casa de muñecas. Un descomunal cuarto de juegos de ocho hectáreas en Emeryville, al norte de San Francisco (California, EE UU), donde alrededor de 1.200 personas (el 45% mujeres, según la compañía) vienen cada día con el sano propósito de dar rienda suelta a su imaginación. Aquí lo que cuenta es trabajar bajo una máxima: "Cualquiera de nuestras creaciones será tan buena como lo bien que nos lo hayamos pasado haciéndola". Aunque, después de unas horas en estas instalaciones, uno puede acabar sospechando que esos jóvenes vestidos de sport que hacen pausas para jugar al billar en horario laboral no sean más que pura fachada.
Pixar ha recaudado 4.500 millones de euros de taquilla en 15 años
"No descarto que Pixar haga algún día una película de guerra"
"Entrar en cada nuevo proyecto aquí es como buscar trabajo en tu propio trabajo"
No nos dejemos engañar por su aparente relajo. Que tengan libertad de horarios y desarrollen su labor en condiciones idílicas no impide que estos creativos y técnicos trabajen duro. Llevan recaudados más de 4.500 millones de euros en cines de todo el mundo con los 11 taquillazos que han salido de su factoría a lo largo de 15 años. Auténticos cánones del género animado por ordenador de los últimos tiempos entre los que se encuentran delicatessen como la saga de Toy Story, las entrañables aventuras de Buscando a Nemo y Monstruos S.A. o las más recientes Ratatouille, Wall-E o Up. Alguien está ga-
nando mucho dinero pasándoselo en grande. Y haciéndoselo pasar pipa al espectador.
nada habría sido lo mismo en el mundo de la animación si un adolescente risueño con gafas llamado John Lasseter no hubiera ojeado a principios de los años setenta del pasado siglo un ejemplar del libro The art of animation. El joven Lasseter encontró en ese ensayo de Bob Thomas sobre la realización de los dibujos de la factoría Disney una extraordinaria revelación: los creadores de aquellas fantasías no solo se divertían de lo lindo inventándolas, sino que además les pagaban por hacerlo.
El resto de la historia es para muchos conocida. Lasseter decidió que algún día sería como ellos. Aunque antes tuviera que licenciarse en el Institute of the Arts de California y ejercer incluso de barrendero u operador de atracciones en Disneylandia. Asumió esos retos como la mejor escuela antes de conseguir trabajo en los estudios de Walt Disney. Allí comenzó a experimentar con dibujos animados sobre fondos generados por ordenador. Pero el estudio no vio en principio con buenos ojos aquellos coqueteos con la incipiente ciencia informática. Muchos consideraban un sacrilegio introducir endiablados chips en la casa que había parido clásicos y adaptaciones como Dumbo o Blancanieves y los siete enanitos. Y le largaron de Disney.
Corría el año 1983 cuando Ed Catmull, un licenciado en el New York Institute of Technology amante de aunar la ciencia con el arte y la programación, convenció a George Lucas para que fichase a Lasseter en la división de animación de Lucas Films, cuyo equipo de ingenieros y creativos desarrolló la computadora de imágenes Pixar utilizada para análisis médicos en tres dimensiones (3D) y fotografías vía satélite. Catmull y Lasseter soñaban con llevar a cabo un largometraje de animación por ordenador con aquella herramienta, pero Lucas les advirtió de que no contaran con él: no quería continuar dirigiendo una compañía aparentemente destinada a la venta de software. Así fue como Catmull se quedó con la división Pixar a la espera de encontrar un inversor compasivo capaz de creer en el talento y el largo plazo de las cosas. Y así fue como entró en escena uno de los personajes más interesantes que operan en esta tierra de las oportunidades llamada San Francisco, donde si de algo puede presumir su cerca de un millón de habitantes es de una espléndida capacidad de reinventarse.
el tercer pilar de la Santa Trinidad de Pixar es un señor llamado Steve Jobs, también conocido como el mesías de Apple. El caballero siempre vestido con vaqueros y jerséis negros de cuello alto que dirige la mayor empresa tecnológica por capitalización del mundo -desbancó de ese puesto a Microsoft a finales de mayo- apostó por el potencial científico de Catmull y la creatividad de Lasseter. Este último logró finalmente dirigir Toy Story (1995), la primera película concebida por ordenador, gracias a una joint venture con Disney. Los 10 millones de dólares que Jobs invirtió entonces en Pixar se transformaron en las 11 producciones animadas por ordenador estrenadas hasta hoy y los aproximadamente 6.000 millones de euros por los que acabó vendiendo la compañía a Disney en 2006 tras años de entente cordiale (tiranteces entre directivos aparte). Desde entonces el alma máter de Apple se convirtió en el mayor accionista de Disney, John Lasseter ejerce de director general creativo y Ed Catmull preside Pixar.
aquel acuerdo financiero permitió mantener estas instalaciones en Emeryville. Un campus erigido en honor a la creatividad y al ingenio. Con motivo del inminente estreno en España de la tercera entrega de Toy Story, quizá la más bella saga cinematográfica sobre el alma de los juguetes desde Pinocho, Pixar ha invitado a El País Semanal a visitar su sede. A mediodía muchos de sus empleados disfrutan de un frugal almuerzo -basado, en su mayoría, en copiosas ensaladas y sándwiches con pan de centeno-, conversan o hacen gimnasia en las inmediaciones del complejo a unos veinte grados de temperatura y bajo un sol reluciente. La brisa de la bahía de San Francisco agita las copas de los árboles que rodean el edificio donde nacen las aventuras de personajes como el emblemático cowboy Woody y el no menos querido astronauta Buzz Lightyear, esos Robert Redford y Paul Newman de la animación que en su tercera película juntos (esta vez en 3D) siguen sumando amigos a su causa juguetera. Los protagonistas de Toy Story 3 han vuelto a reventar la taquilla en el fin de semana de su estreno en Estados Unidos y Canadá, recaudando más de 88 millones de euros y dejando en la cuneta a Dreamworks, la principal competidora de Pixar, y a su apuesta para el verano: la cuarta parte de Shrek (también en 3D).
Lee Unkrich, de 42 años, ha debutado en la dirección en solitario con Toy Story 3. Vestido entero de negro, con camiseta, vaqueros y zapatillas deportivas, accede a conversar junto a la productora del filme, Darla K. Anderson, cerca de la inmensa casa de muñecas que preside el vestíbulo del estudio como recreación exacta del hogar de Ken (¿se acuerdan del novio de Barbie?), otro de los personajes de esta historia. "¿Por qué hacer Toy Story 3?", responde Unkrich con la misma pregunta. Tras una pausa, arranca: "Cuando terminamos la segunda parte ya supimos que haríamos una tercera. Estábamos enamorados de los personajes, así que decidimos volver a visitarles. Pero habían pasado 11 años y nos dimos cuenta de que el protagonista debía ser mayorcito. Quisimos abarcar el final de la relación de Andy con esos juguetes".
El proceso de invención de este nuevo filme ha sido similar al resto de producciones de Pixar. El comienzo siempre es el mismo: historia, historia e historia. La seña de identidad de la casa. Hasta no parir algo que pueda ser considerado digno de contar por el brain-trust (cúpula de control creativo del estudio formada, entre otros, por los directores de las películas de la compañía: John Lasseter, Lee Unkrich, Peter Docter, Andrew Stanton, Brad Bird...) no se ejecuta un solo trazo ni se manipula un solo pixel. Tras dos años trabajando el guión arrancaron las tareas de los 49.516 dibujos ejecutados para Toy Story 3 . En definitiva: cuatro años y un mes de producción con alrededor de 400 personas sometidas a la crítica constructiva permanente de ese brain-trust. Departamentos de historia, storyboard, diseño de personajes, fondos, guía de color, animación, renderización (empleo de algoritmos informáticos para generar un frame -una película tiene 24 frames por segundo-, proceso que puede prolongarse durante más de siete horas) o composición guían sus pasos bajo la supervisión última de John Lasseter.
Las fuentes de inspiración para las escenas se husmean sobre el terreno y se ajustan a las necesidades de cada relato. Si para Buscando a Nemo se organizaron viajes submarinos, en Cars subieron a los animadores en coches de carreras para que experimentaran la sensación de ir en un bólido a más de 200 kilómetros por hora antes de plasmarla en imágenes. Si los creadores de Ratatouille buscaron ambientación durante un periplo por restaurantes de París, en la nueva criatura de Pixar, como recuerda Bob Pauley, "el París de Toy Story 3 fue un vertedero".
¿y el presupuesto? "Lo siento, nunca hablamos de presupuestos", zanja en un alarde de transparencia la productora Darla K. Anderson. Ni de presupuestos ni de nada que tenga que ver con el dinero. Imposible saber el sueldo de cualquiera de estos creativos. Ni en el reticente gabinete de comunicación hay respuestas ni en boca de los implicados. "Lo siento, de estos asuntos financieros no nos permiten hablar", explica Carlos Baena, de 35 años, uno de los animadores españoles de Pixar.
El secretismo también afecta, claro está, a la más comprensible parte artística. Pixar es un estudio cerrado. No ofrece tours abiertos al público. Las claves de su magia aspiran a mantenerse inaccesibles. Antes de pasear con Carlos por algunos departamentos es necesario firmar un acuerdo de confidencialidad -espionaje industrial obliga-, además de tener que cerrar prácticamente los ojos en según qué zonas. "Compréndelo, ahora vamos a entrar en un sitio donde se fraguan las películas que veremos en los próximos años; además, hay gente que va desnuda y tampoco es plan de molestarles", bromea este canario-madrileño tocado con gorro de skater que llegó a San Francisco en 1994 sin tener muy claro a lo que quería dedicarse.
Carlos Baena conduce hoy cada mañana su Honda Element desde Twin Peaks hasta la sede de Pixar. Consiguió entrar en 2002 tras cinco años y varias cartas de rechazo. "Con cada nueva carta encontraba una razón más para seguir intentándolo; desde que vi Toy Story en 1995 supe que quería trabajar aquí", recuerda Carlos sentado en su despacho, cuyas paredes albergan carteles de películas como Pesadilla antes de Navidad, de Tim Burton, y repisas con infinidad de muñecos entre los que brillan con luz propia varios personajes de La Guerra de las Galaxias. Aquí pasa a veces hasta diez horas seguidas durante una jornada, si bien desarrolla su actividad en un entorno inmejorable. En la nueva entrega de Toy Story Carlos es el responsable de que el coprotagonista Buzz Lightyear se ponga flamenco. "Al principio iba a tener un aire mexicano. Pero intenté meter toda la cultura ibérica que pude. Me apunté a una academia de Atocha (Madrid) y un amigo me ayudó a buscar referencias de flamenco. A Lee Unkrich le gustó esa línea".
como tantos otros habitantes de San Francisco, Carlos ha arriesgado parte de sus ganancias en otro proyecto creativo al margen de su propio empleo: la escuela de animación por Internet Animation Mentor, en la que 75 profesores de todas partes del globo enseñan a mil alumnos online. No parece extraño si tenemos en cuenta que otra de las obsesiones de Pixar es retroalimentar el talento. A tal fin mantiene una universidad dentro de la propia empresa donde sus empleados siguen formándose permanentemente y se fomenta la interactuación con otros profesionales. Por estas y otras razones se tiende a considerar en la industria a Pixar como el anti-Hollywood. Mientras la gran factoría del cine estadounidense suele operar agrupando a colaboradores externos en cada proyecto de un gran estudio, aquí se mantiene en nómina a un gran número de creativos para generar contenidos desde dentro, gestando además una fiabilidad a prueba de ofertas bajo la premisa de que "la gente está antes que las ideas".
quizá sea el ambiente que el propio John Lasseter promueve entre sus subordinados lo que otorgue esa apariencia entre freak y libertaria a cada rincón de esta casa, donde no debe extrañar encontrar un confortable sofá o una barra con tirador de cerveza junto al pupitre. Pero de existir, el frikismo naïf es moderado. Nada de todo eso impide dejarse la piel por entrar en las nuevas apuestas de la compañía. "En cada proyecto has de manifestar tus intenciones a quienes tienen la capacidad de decidir. La competencia es dura. Debes hacer tu campaña política para conseguir participar", explica Enrique Vila. A sus 45 años, atesora el aspecto de un Antonio Banderas del desarrollo de efectos visuales en Pixar y ha participado en el cortometraje Day & night, que se exhibe antes de Toy Story 3. Edward Robbins, catalán de 34 años de padres estadounidenses, resume así esa estrategia empresarial: "Es como buscar trabajo dentro de tu propio trabajo; aquí nadie viene a decirte en qué andas o cómo gestionas tu tiempo. Tú tienes que exigirte a ti mismo".
La autoexigencia, como el valor al soldado, se presupone por tanto al pixariano. Para el recuerdo quedó grabada aquella escena en el revelador documental The Pixar story, de Leslie Iwerks, en la que Steve Jobs anuncia a la plantilla que los datos de recaudación en salas de Monstruos S.A. han sido satisfactorios. Junto a Jobs, entre risueño y sarcástico, John Lasseter gritaba acto seguido a Andrew Stanton, inmerso entonces en la dirección de Buscando a Nemo: "¡Tranquilo Andrew, no hay razón para sentir más presión!".
¿Y qué piensan de los pixarianos sus detractores, que también los hay? Están los que les acusan de suavidad en los argumentos de sus obras, así como de haber subido al carro de las secuelas de sus éxitos en vez de apostar exclusivamente por nuevas ideas. "¿Políticamente correctos? No creo que lo seamos", responde Lee Unkrich. "No tenemos una lista de cosas sobre qué no contar. Tampoco descarto que algún día hagamos una película de guerra. Con respecto a las secuelas, te diré que no es precisamente un camino fácil. Hemos decidido combinarlas con las nuevas producciones. Por mi parte no habrá Toy Story 4. Para mí, la historia de esos juguetes está acabada".
Resulta difícil vislumbrar el futuro rumbo de este transatlántico. Como apuntaba recientemente The Economist, Ed Catmull ronda los 65, Lasseter ya ha superado la cincuentena y son conocidas las idas y venidas de Jobs por problemas de salud. Pero quizá no sea para tanto. En unos tiempos donde cualquiera parece digno de ser considerado gurú de algo, puede que estos tres hombres sean de los pocos merecedores de tal apelativo. Si queda algo por inventar en el mundo de la animación, hay pocas dudas de que serán ellos los primeros en descubrirlo.
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