Inmortalidad
En 1827, el ensayista William Hazlitt publicó un opúsculo llamado Del sentimiento de inmortalidad en la juventud, que discurría acerca de un lugar común en la historia del pensamiento -el paso del tiempo y el carácter inevitable de la muerte-, pero con énfasis en un extremo poco frecuentado hasta entonces: cómo le resulta ajena a la juventud la idea de que sus días están tan contados como los de cualquiera. Es posible que este énfasis se debiera al hecho de que empezaban a desaparecer algunas de las causas -las pandemias, las guerras de religión o las guerras civiles- que hasta entonces habían mantenido viva, en el estrato social más exultante, la preocupación por nuestro último destino.
La Dama siega las vidas más jóvenes como señal de una advertencia
Desvanecidas algunas de estas circunstancias históricas, la juventud, como resulta lógico, empezó a pensar que la muerte era algo que no podía afectarles a ellos y que sólo lo hacía a las personas que llevan a la Parca instalada en su senilidad y sus achaques. Pero lo que dijo Hazlitt no es casi nada si se compara con la indiferencia ante la muerte que experimentan hoy los colectivos jóvenes, más como colectivos que como individuos de la especie. La posibilidad de divertirse en todo momento, incluso en el trabajo gracias al carácter lúdico de las nuevas tecnologías; un uso atolondrado del lema del carpe diem -que significaba algo muy distinto de lo que ha acabado siendo-, o el carácter envolvente de las nuevas formas musicales y los festivales correspondientes -algo que ha generado un asombroso "olvido de sí mismo"- han conducido a la práctica totalidad de los jóvenes a la idea de que, ni en las más arriesgadas circunstancias, la muerte es algo que les incumba. Corre la juventud en busca de una diversión que parece no tener límites ni sombra alguna: la melancolía -ese preludio en sordina de la muerte insoslayable- ha desaparecido de su conciencia.
Pero en el momento menos pensado, como si quisiera aprovechar ese descuido de sus víctimas, la muerte ataca a una juventud que ni tenía la edad para sucumbir ante ella, ni merecía este destino adelantado. Burlándose de esta indiferencia ante su poder soberano, la Dama siega las vidas más jóvenes como señal de una advertencia que, como resulta patente, ni siquiera deja huellas en la conciencia de los adictos a la eternidad. Así la diversión se convierte en el heraldo de su contrario: la inmovilidad perpetua.
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