La única seguridad
Una cosa parece clara. Que incluso en tiempos de tribulación y mudanzas el fútbol permanece. Por tanto, me siento autorizada para hablar del Mundial de Sudáfrica, en la certeza de que se clausurará el 11 de julio, como está previsto. Y de que, en las dos semanas que separan mi escritura de este artículo de la lectura del mismo por parte de ustedes, podrán suceder muchas cosas, excepto que se interrumpa el campeonato.
Asesinatos, accidentes, expoliaciones, vertiginosos descensos y desmelenadas subidas de la Bolsa, gemidos y risas de Mercados, aumento del número de parados, más medidas contra los inmigrantes, más recortes, más reajustes, más miseria, más arrugas en torno a mis ojos y hasta la desaparición de la solvencia de algún desdichado país, o de algún país con la gente dentro, quién sabe.
"Este campeonato alumbrará nuestras vidas hasta que se extinga la última estrella
Sin embargo, en Sudáfrica seguirán jugando al fútbol. Ah, qué tranquilidad, qué calma. Qué paz de espíritu se apodera de mí.
De súbito, un enano que vive siempre en las entrañas del que publica me susurra al oído una posibilidad demoledora. Es el antiguo duende de las erratas de imprenta que bulle de resentimiento por haber perdido el empleo fijo. Me dice lo siguiente, el muy pérfido: "¿Qué ocurrirá si fallece Mandela?". Incluso si muriera Mandela, reflexiono con sensatez, la organización se diría: "¿Acaso no querría él que continuáramos jugando? ¡Por el fútbol, por Sudáfrica!", como se dice cualquier deudo de fallecido que quiera continuar con la juerga.
Inspira confianza en la humanidad el hecho de que, después de 2.000 años de civilización de esta que tenemos, hayamos sido capaces de crear algo que seguirá desarrollándose durante los días que corresponde, cada cuatro años y caiga quien caiga.
Hace dos décadas, mi amado jefe de a la sazón, Alex Martínez Roig, me mandó a Italia para escribir crónicas de ambiente del Mundial. Así lo hice, y me recorrí la pierna itálica desde la ingle hasta la punta del zapato, pasando por alguna isla. Debo decirles que ahora estoy siguiendo más o menos lo de Sudáfrica a través de mis colegas predilectos, y no ha cambiado nada. Si acaso, los que retransmiten para medios audiovisuales chillan más -si cabía; que, por lo visto, cabe-, y el color ya no está solo en el equipo de Camerún, sino en todas partes. Sobre todo, en el país anfitrión. El país cambia de vez a vez, pero nada más.
En mi Italia 90 estaba también Maradona, jugando para Argentina, ya en trance de descomposición su relación con el Nápoles, dejando atrás un tiempo tumultuoso, un club para el que había conseguido un scudetto y al que había dejado en lo más alto, a pesar de contar con la enemiga de los corredores de apuestas, y una serie de vídeos con jugadas suyas que todavía elevan el ánimo de los napolitanos.
Es de agradecer, decía, que algo en nuestras vidas permanezca: más fuerte que el amor, más fuerte que el temor, más fuerte que el dolor, como la hiedraaaaaa, me entran ganas de cantar. No importa lo que haya ocurrido entre este tiempo mío, estas dos semanas de prórroga, y el de ustedes. No importa que España -no lo quieran los dioses- haya sido eliminada, o que España vaya camino de hacerse con la Copa y, cada jugador, con la prima de 550.000 euros -criaturas mileuristas, pensad en ello mientras les aplaudís-, no importa prácticamente nada. Nada, excepto que gracias a la FIFA, que me ha dado tanto, este campeonato alumbrará nuestras vidas hasta que se extinga sobre nuestras cabezas la luz de la última estrella.
El mundo sí ha cambiado, claro. Aquel año de 1990 era el año de la esperanza capitalista sin fronteras. Pocos meses antes había caído el Muro y Nápoles se llenó de rumanos que, habiendo llegado a Italia como seguidores de su club, escogieron quedarse. El Ejército les montó tiendas en las afueras, en Telese Terme. Tiendas en las que solo dejaban sus cosas porque, por la noche, los vecinos se los llevaban a casa a dormir, y durante el día les proporcionaban comida. Occidente había ganado la larga guerra fría y se sentía generoso. No sabíamos aún cuánto nos quedaba por destruir.
Viva el fútbol, aunque el resto pierda.
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