Buscadoras del peligro
La mujer más bonita de este barrio habla zapoteco y un poquito de español, tiene 24 años y aún vive con sus padres, se dedica a la costura y también prepara arreglos florales, se llama Darina y es un hombre. Pero eso, al menos aquí, es lo de menos.
Esto es Juchitán. Como dice Eli Bartolo, maestro de escuela, Juchitán de Zaragoza, "para los historiadores y los políticos"; Juchitán de las Flores, "para los nahuas"; Juchitán de San Vicente, "para los católicos", Juchitán de las Locas, para los que, cautivados por la curiosidad o el morbo, se acercan hasta el sureste del Estado de Oaxaca, lindando con Chiapas, en el sur del sur de México.
Para llegar hasta aquí se recomienda tomar un vuelo en el Distrito Federal con destino a las playas de Huatulco, alquilar un coche en el mismo aeropuerto y conducir durante tres horas por una carretera endemoniada de curvas y viento en dirección al sur, dejando a la derecha el océano Pacífico, deteniéndose en un par de controles del Ejército y teniendo que frenar en un sinfín de badenes, ocasión que aprovechan los lugareños para ofrecer al viajero toda clase de bebidas y de manjares, iguanas incluidas, vivas o al gusto. Al final del camino está Juchitán, una ciudad de 70.000 habitantes donde la pícara leyenda dice que la mitad de los hombres tienen el pito dulce, y la otra mitad, salado (la explicación, al final del reportaje). Así que, por lo del calor y las leyendas pícaras, se recomienda venir a Juchitán tan ligero de ropa como de prejuicios.
Gozan del apoyo de una especie de matriarcado. "En la plaza nos sentimos seguras, valoradas"
"Mi padre me dio una vida muy mala. Y no siempre estaba cerca mi madre para frenar su furia"
Si no se lo cree, acérquese a la parroquia de San Vicente, junto a la plaza, y eche un vistazo. Si es fiesta de guardar, verá la iglesia llena. De niños y mayores endomingados. Los hombres, de guayabera clara y pantalón oscuro. Y las mujeres, luciendo preciosos trajes de tehuana, compuestos por un huipil o blusa bordada y una enagua o falda a juego. Fíjese bien en las mujeres. Descubrirá que en la fila de comulgar hay algunas que, como Darina, nacieron hombres, pero desde muy temprana edad gastan el mismo maquillaje e idéntica ropa que sus hermanas mayores. Ahora fíjese en el cura. Se llama Arturo Francisco Herrera, pero lo llaman Pancho, padre Pancho:
-El cuerpo de Cristo.
-Amén.
El padre Pancho acaba de ofrecer la comunión a un hombre vestido de mujer, a un muxe -se pronuncia mushe-, que es una palabra sobre cuyo origen existen diferentes versiones. Tal vez la más acertada es la que sostiene que muxe es la derivación zapoteca de la palabra española mujer. Dice la leyenda que antes de que los españoles pusieran el pie y la Biblia en este istmo de Tehuantepec, las comunidades zapotecas admitían un tercer sexo. Con naturalidad. Sin aspavientos. De la misma forma que cinco siglos y varios concilios después, el padre Pancho -representante en Juchitán de la Iglesia católica, apostólica y romana- alza la hostia consagrada y se la ofrece a una mujer que nació hombre.
Al rato, ya sin la casulla, sentado en el jardín de la parroquia en vaqueros y zapatillas de deporte, el padre Pancho inicia la conversación con una frase que llama la atención viniendo de un cura: "Que Dios me perdone si lo ofendo, pero a mí me parece que la homosexualidad es una cosa natural, no hay de qué asustarse". El sacerdote tiene una teoría de por qué en Juchitán existe una tolerancia especial hasta el punto de haber convertido esta ciudad en un símbolo, una isla de tolerancia en un país donde sigue imperando una cultura de machismo y homofobia. "Las sociedades indígenas", sostiene, "dan a cada uno su lugar. Se respeta a cada persona tal cual es. Las leyes están para servir al hombre, y no al contrario. Y la Iglesia tiene que aprender que lo primero es servir a la persona sin fijarnos en su orientación sexual. Hace tiempo que Copérnico y Galileo nos demostraron que los curas nos solemos equivocar cuando nos metemos en camisa de once varas. Dejemos que hablen los médicos y los sociólogos. Y nosotros dediquémonos a lo nuestro".
-¿Y por qué cree usted que Juchitán se ha convertido en un símbolo?
-No es una cuestión de cantidad, sino de respeto.
Pero no todo es tan fácil. De ello dan fe las integrantes de la asociación de muxes más famosa de Juchitán. El nombre no tiene desperdicio. Se denominan a sí mismas Auténticas Intrépidas Buscadoras del Peligro. Nacieron con sexo de hombre, pero, como cuenta Mística -bautizada como José Antonio-, el día que le pusieron sus primeros zapatos de niño se echó a llorar: "Y no hubo manera de que diera un paso hasta que me trajeron unos zapatitos rosas de mi prima. Me sequé las lágrimas y me puse a bailar. Mi padre, que me iba a sacar de paseo, ya no quiso. Le dijo a mi madre: tengo un hijo puto, paséalo tú si quieres. ¿Cuántos años tendría yo?".
-Siete u ocho.
La que contesta, en zapoteco, es su madre, su mejor amiga. Porque otro de los rasgos que unen a los muxes de Juchitán es el del amor a sus madres. Fueron ellas, salvo excepciones muy dolorosas, las que actuaron de pararrayos, no siempre eficaces, de la ira de sus maridos. "Al principio", confiesa Darina, "mi padre me pegó duro. Se avergonzaba de mí porque sus amigos le hacían burla. Y yo sé que todavía no le hace gracia verme vestida de mujer. Me tengo que esconder. Cuando él llega, yo me voy; cuando él se va, yo regreso".
Basta pasar unos días en Juchitán, mucho calor y muchas cervezas, muchas risas y mucha picardía, mucha fiesta sin freno, para comprender que detrás de esa imagen idílica de oasis de tolerancia se esconde mucho sufrimiento. Con la confianza llegan las confidencias. "Mi padre", cuenta Kike mientras barre su peluquería, como si quisiera quitar importancia a lo que está a punto de confesar, "me dio una vida muy mala. Y no siempre estaba cerca mi madre para frenar su furia Pero fíjate cómo son las cosas. Todos se fueron marchando o muriendo. Y ahora solo quedamos él y yo. Yo soy el que le da de comer, el que lo baña. Ya se le apagó la furia". No pasan ni dos segundos y Kike ya está sonriendo, organizando la próxima fiesta, llamando a Ángel o a Felina, quitando de la puerta de su salón de estética -una habitación grande al fondo de un callejón- un fiero perro de madera que sirve para indicar a sus clientes si está trabajando o de juerga.
-¿Vas a ir al cumpleaños de la madre de Armando? La señora cumple 80.
No hay como asistir a un cumpleaños para entender la vida en Juchitán. Todos los invitados -y son muchos, muchísimos- tienen que acudir con una caja de cerveza al hombro, ellos, y ellas, con un billete de 100 pesos (seis euros) ostensiblemente escondido en un pañuelo de papel. Los más cercanos también llevan un regalo envuelto en papel de colores para la cumpleañera. Los hombres, de guayabera. Las mujeres, con el huipil bordado en vivos colores. "La idea", cuenta Felina, voz cantante de las Auténticas Intrépidas Buscadoras del Peligro, "es apoyarnos unos a otros. Si yo tengo un cumpleaños o una comunión o una boda, te digo: apóyame con tal o cual cosa. Y automáticamente quedo en deuda contigo. Para cuando tú lo necesites". Así, en Juchitán, raro es el día que no hay una fiesta de cumpleaños o una vela o una boda. El que celebra cierra su calle, contrata a un grupo de música estridente que coloca su escenario bloqueando el paso y ordena dos filas de sillas dejando un espacio en medio para bailar.
Esta tarde, los que llegan van besando y entregando sus regalos a la madre de Armando y un ejército de camareros distribuye con una frecuencia que abruma cervezas frías y suculentas botanas (platos de comida variada). Armando va elegantemente vestido con una guayabera bordada de color crema y unos muy bien planchados pantalones negros. Solo su forma de moverse denota que Armando es homosexual. No lo oculta, como tampoco Ángel o Kike. Se consideran muxes, pero nunca tuvieron la tentación ni la necesidad de vestirse de mujer salvo en contadas ocasiones. En medio de la fiesta, Ángel dice una frase que los demás celebran con un aplauso:
-A mí no me hace falta vestirme de mujer. Yo el puterío lo llevo en la mirada, no en la ropa
Putos, jotos, maricones, locas... Los muxes de Juchitán disfrutan dedicándose a sí mismos, con orgullo, las mismas palabras que en boca de otros van cargadas de veneno. Sus historias están aderezadas con la misma hiel que han tenido que soportar los homosexuales que decidieron salir del armario en entornos machistas u homófobos. Tal vez con dos únicas diferencias. La primera, la que los convierte en atractivos al morbo o al estudio antropológico, es que ellos son indígenas, mestizos, zapotecas que en el día a día conservan sus costumbres y su idioma. La segunda es que tuvieron la fortuna de gozar del apoyo de las mujeres de Juchitán. Se ha hablado de matriarcado, pero no es del todo cierto. Lo que sí existe en este lugar de Oaxaca es una distribución de papeles que permite a la mujer disfrutar de una posición social preponderante. La mitad de los hombres se dedican a la ganadería o a la agricultura, y la otra mitad, a la pesca (he aquí el porqué de la pícara leyenda de los pitos dulces o salados). Y son las mujeres las que acuden cada día al mercado a vender los productos de la tierra o el mar. Son, por tanto, ellas las que manejan el dinero y las relaciones sociales. Y son ellas las que, en el ambiente laberíntico y exclusivamente femenino de la plaza de abasto, decidieron ofrecer refugio y fuerza a los muxes. "Ahí en el mercado", cuenta Felina, de profesión peluquera, "nos sentimos seguras, aceptadas, valoradas ".
El resto no es tan distinto. Hay algunas, como Darina, que sueñan con un hombre que las quiera toda la vida, con una operación quirúrgica -inalcanzable para sus recursos- que las libere para siempre de un cuerpo equivocado. Hay otras, como Kika, que están felices con su físico y sólo quieren a los hombres para divertirse en las noches de fiesta. Casi todas tuercen el gesto cuando recuerdan qué pasó en sus vidas a los 11 o 12 años, en esa edad fronteriza donde ya no pudieron ocultarle al padre el vuelo de sus manos. Historias similares a las que pueden encontrarse en la Ciudad de México o en Madrid. Por eso, ellas casi no se detienen en el pasado -muerte a la tristeza-, pero sí resaltan con orgullo que ese puñado de palabras, Auténticas Intrépidas Buscadoras del Peligro, se ha convertido en un conjuro, en un blindaje. Su alegría contagiosa, su falta de recato a la hora de vestirse de reina de las fiestas y disputarle de tú a tú la corona a la mujer más guapa del barrio, está consiguiendo convertirlas en un símbolo que va mucho más allá de Oaxaca e incluso de México.
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