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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Junio de alaridos y azoteas

Empiezo junio -ustedes, cuando me leen, ya lo tienen casi mediado-, y a mi alrededor todo ruge. Rugen las emisiones radiofónicas, sobre todo por la mañana, que es cuando peor sientan los sobresaltos. Rugen los televisores, y no me refiero a esos sórdidos chillidos de los programas bastardos, o al tembleque de las tertulias histéricas, sino al tono de pánico apenas contenido que impregna los telediarios. Rugen hasta los periódicos. Y, desde luego, rugen los hechos, ruge la vida. Llueven presagios, decretos, recortes, alarmas, miedos y otros canguelos, todos ellos chuzos de punta que parecen dispuestos a perforar los farolillos de verbena que atribuyo a este mes. No, 2001 no fue el año en que nos íbamos a despeñar. Todo hace suponer que tal hecatombe se produce una década más tarde. Aquello no lo acertó nadie y esto nadie supo preverlo tampoco.

"Siempre ha sido el viernes de los meses, el portal que abre el ocio en las flores"

Pero no quiero que los rugidos, ni siquiera la realidad, me estropeen junio. Lo estoy iniciando, no me lo revienten. Junio ha sido siempre para mí el viernes de los meses -la ilusión, la esperanza, los planes previos al fin de semana-, el portal que abre la estación de la piel sudorosa y el ocio en las flores. Un mes de noches cálidas pero todavía no tanto, de terrazas de bar y espumita de cerveza dibujando bigotes en rostros de cualquier sexo, un mes de tejidos ligeros y estampados que se pegan a las piernas de las mujeres a la más leve brisa, y de camisas de manga corta con el pliegue de la plancha bien marcado. Un mes de esos en que los traseros se adaptan a los mimbres, a los listones de las sillas, y el regazo se ensancha en espera de la embestida del buen tiempo.

Llámenme antigua, si quieren, están en su derecho y les asiste, además, toda la razón. Soy antigua porque amo los placeres que no cuestan dinero, y por eso junio sigue siendo para mí un país especial al que no sientan bien las piscinas de lujo ni los hoteles de diseño apostados a la orilla del mar y tapando la vista del Mediterráneo que antes se divisaba desde la ciudad alta. Es este país, mi junio -y seguramente el de bastantes compatriotas de mi generación, e incluso algo más jóvenes-, el que retorna cada año, más desvirtuado, más emputecido, más atontado. Y sin embargo, de la morralla que ofrece, de las meadas en los muros y las peleas intempestivas entre beodos, emerge siempre, como una añorada azucena, aquel junio primigenio, junio de verbenas y azoteas, cuyo disfrute no nos costaba más que reunir los discos y un tocata, y unos cuantos duros para comprar, a escote, farolillos de luz y papel, unas botellas de ginebra y unas colas, para hacer cubalibres. Arrimábamos sillas y mesas y bailábamos, sobre las baldosas rústicas y rojizas del terrat, hasta el amanecer.

Echo en falta los merenderos de playa, pero sobre todo necesito azoteas, y supongo que alguna quedará, ahora con la crisis, que pueda ofrecerme vino con gaseosa en lugar de una nueva línea de decoración de exteriores y un grupo de pijos, vestidos de Inteligencia Artificial, dándole a la languidez y al cava.

Es algo que me sorprende de la Barcelona que me ha recibido para que vuelva a vivir en ella, la de azoteas de lujo que uno puede encontrar aquí. Bueno, no me sorprende. Pertenece a la era de las vacas gordas, y parece fuera de lugar en la de las vacas flacas (previa a aquella en que no tendremos ninguna clase de vacas). Y lo que decididamente me enerva es que, a principios de junio, nadie me haya ofrecido todavía subir a la azotea de su casa para tomar allí un refresco. No a la terraza de lujo, ni al balcón engalanado, ni -ya digo- al hotel tal o cual en donde te sirves de un bufé frío junto a la piscina. No: lo que yo deseo es subirme a una azotea comunal, abrir una gandula de loneta, de esas de tijera, y sentarme junto a una amistad. Y contarnos -ya no estamos para bailables-, durante horas, tangos, boleros, rancheras, baladas, coplas, chachachás, rocanroles, swings, y lo que haga falta: pero sin endilgarnos milongas ni atender a los aullidos de sirena.

Bajaré de mi azotea cuando termine junio. Pero déjenme en paz hasta entonces. 

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