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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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El color de la nada

Una característica de muchos de los actuales vídeos y performances, no enteramente nueva pero sí obsesiva hasta el hastío o hasta sus heces, es el recurso a la repetición. A la repetición de la misma imagen, de un lado, y la inmovilidad de la escena, de otro, que al cabo acaso no significa sino el colmo mismo de la reiteración.

Marina Abramovic en el MoMA ha mostrado hasta la semana pasada una performance titulada The artist is present (El artista está presente). Y, en efecto, esta famosa artista yugoslava, nacida en 1946, no presenta nada realmente nuevo que no sea precisamente la vuelta a realizar lo mismo que se ha visto. De tal manera obcecada y mimética que podría llegar a causar el efecto de que el mundo interior de esta figura se detiene en su estatismo y es su condición estática, su estatua, la que se enfrenta a otra partenaire igualmente inmóvil y que en la paralítica interacción le devuelve directamente o a intervalos el rebote de su mirada fija.

Esta capacidad de interrogación nula, de comunicar nada, no habría sido posible antes

Fijas las posiciones, fijo el mobiliario, fija la luz de la escena, fijos los ojos que se reflejan en otras pupilas sin vida. ¿Conclusión? Los miles de visitantes se arraciman por grupos en torno a ese espectáculo que ha eliminado de su repertorio el repertorio para sustituirlo por el calco de la primera función.

¿La primera función? En definitiva no será posible declarar cuál es la primera, la segunda o la última función, puesto que todas ellas se re-concilian en un círculo cuya regla absoluta es la regla de la invariable reglamentación. Más aún: puesto que la reglamentación misma se repite y repite sin la menor alteración, no puede hablarse propiamente de reglamento. La reglamentación trataría de poner orden, pero allí el orden ha sido sustituido por el desorden igual a cero. ¿Reglamentación pues de que el curso fatal del proceso traza sin falta la versión anterior? Podría ser, pero no habiendo falta, dominando el cero de la acción, ¿para qué la reglamentación?

Todos estos pensamientos y otras reflexiones contiguas crean, en la más reciente visita al MoMA (la muestra terminó el 31 de mayo) la idea de que el museo ha tenido la idea de reproducir un mundo interior / exterior donde una cárcel invisible conduce a cumplir con unos gestos y poseer unas aspiraciones. Unos gestos que llegan a gestar lo mismo y unas aspiraciones que conducen hasta la expiración.

¿Arte? ¿Discurso filosófico? ¿Alcance de la comunicación máxima a través del mínimo de emisión? En este caso, como en tantas otras performances o vídeos tediosos de nuestros días, el meollo de la oferta no se encuentra tanto en el interior de la obra, sino en lo que la obra obra al cuestionarse su significado o sus blancos signos por parte del receptor.

Esta capacidad de interrogación nula, esta oportunidad de comunicar nada, no habría sido posible antes, cuando la creación debía entregar un producto final. Solo ahora, cuando hemos sido instruidos en la vaciedad, la interactividad, la vacuidad y sus efectos, el silencio habla y la interactividad se cumple intercambiando la nada por nada, creando produce la tragedia -nunca la comedia, transgresora- sin necesidad de herir o matar.

Nuestra propia muerte está en manos de un sistema que, lejos de celebrarla, la devuelve intacta, intangible como en esta crisis mortal y cuyo efecto transparente se experimenta en el mar de luz líquida y uniforme que se ofrecía en el lugar central del MoMA de Nueva York y en donde hipnóticamente, atenazadamente, se paraban las visitas.

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