La opinión del hijo del vecino
Una de las más extrañas características de nuestra época es no ya que muchas personas no diferencien entre lo público y lo privado, ni entre lo que es aceptable en un ámbito y en otro, sino que no soportan que sus filias y fobias, sus experiencias y sus vergüenzas, sus exabruptos y sus prácticas sexuales, permanezcan sólo en el segundo. Es como si la esfera privada les pareciera siempre insuficiente y poco menos que un oprobio, y tuvieran la necesidad de que sus pensamientos e intimidades llegaran al mayor número posible de ciudadanos, aunque maldito lo que les interese a éstos la arbitraria e indocumentada opinión de sus vecinos.
Desde hace tiempo, las televisiones fomentan esta actitud vanidosa de las poblaciones, instando a los espectadores a enviar SMS que aparecen sobreimpresos en la pantalla mientras se desarrolla cualquier programa. Una de las claves del éxito de la televisión es que permite, al que se sienta ante ella, despotricar a su gusto, sin razonamiento e impunemente, contra todo lo que va viendo -o adorarlo, da lo mismo- en el salón de su casa. "Menudo imbécil", hemos pensado o exclamado todos ante la aparición de un individuo, sin darle casi tiempo a expresarse. O "No aguanto a este sujeto", o "Vaya jeta", o "Qué buena está esta tía, cómo me pone". La publicación de los SMS supone que estos comentarios, estrictamente privados y de los que los demás, por suerte, no teníamos que enterarnos, sean impuestos a la totalidad de espectadores. Si está la Pantoja en el plató, nos vemos obligados a ir leyendo sandeces que antes nos ahorrábamos: "Pantoja, eres lo peor, petarda"; o "Pantoja, cuantos más años cumples más te lo comería todo", por ejemplo. La gente que envía esos mensajes se debe de sentir muy ufana de ver su chorrada o burrada sobre la pantalla -y a veces su nombre-. "Joé, lo que he soltado, y se lo ha tenido que tragar todo el mundo. Soy alguien, protagonista durante diez segundos". No hace falta decir que el propósito de las cadenas es embolsarse, en amigable reparto con las telefónicas, el dinero que cada SMS les cuesta a los tontos fatuos que pican.
"La gente que envía esos mensajes se debe de sentir muy ufana de ver su burrada sobre la pantalla"
Pero la cosa adquiere un grado de perversión mayor cuando se trata de programas "serios" y no de mero despellejamiento -tertulias o debates sobre alguna materia compleja- y se invita a los espectadores legos a que manden sus opiniones: "Ante el plan de ajuste del Gobierno, ¿por dónde recortaría usted?", lo cual viene a ser como preguntarles: "Ante una operación de cerebro, ¿por dónde abriría el cráneo?", o "Prospecciones petrolíferas: ¿por dónde buscaría usted?" ¿Cuál es el sentido de dar entrada a los profanos en cuestiones técnicas sobre las que no tienen ni idea, aparte de halagarlos con malas artes? No se trata de un muestreo, puesto que los que contestan no son representativos más que de los que ven cada programa; lo que digan no es vinculante -cómo podría serlo- ni será tenido en cuenta por nadie con capacidad decisoria; es más, a nadie le importa un bledo. Volvemos al negocio, al cobro de las llamadas de los incautos narcisistas. Pero aquí la práctica tiene además un efecto engañoso. Crea la falsa impresión de que "Tengo derecho a opinar de todo, aunque no sepa nada del asunto. Que me lo pregunten todo porque soy 'la opinión pública' y se ha de contar conmigo hasta en el último detalle". Da a los bobos presumidos la sensación ilusa de que "participan", cuando lo que ellos expresen sobre esa pantalla carece de toda incidencia en la realidad política. A lo sumo les sirve de desahogo, y para darles un codazo a sus señoras y espetarles orgullosos: "Mira, eso es lo que he enviado yo, lo han puesto". Para eso podrían haberse ahorrado el SMS y haber hecho su comentario, como antaño, sólo en el salón de su casa.
Todo esto propicia, como efecto lateral, que mucha gente entienda cada vez menos en qué consisten la democracia y el sistema parlamentario. Se acentúa cierta tendencia al asambleísmo, y ese no es el sistema que elegimos. Por muchos SMS antitaurinos que se lancen a un programa, por muchos manifestantes que se desnuden en la calle fingiéndose banderilleados, si el Parlamento no prohíbe las corridas, los mensajitos y las pantomimas carecen de todo peso. Han pasado treinta años largos desde que contamos con una democracia representativa, y demasiada gente sigue sin vincular lo que vota con lo que ocurre luego. Se elige por vaga afinidad ideológica, o por mera simpatía, o por aversión a un partido. Rara vez se asocia el voto con las previsibles consecuencias, y se cree que ante cada medida han de ser consultados el pueblo o los telespectadores. Demasiados ciudadanos no parecen haber comprendido, todavía, que es el Parlamento quien toma las decisiones en representación de los votantes, y que por eso importa mucho a quiénes se encarga su composición. Por poner un solo y sólito ejemplo: no conozco a nadie que no esté cabreadísimo y desesperado por la situación de Madrid desde hace veinte años, los que llevan rigiéndola alcaldes del PP. Lo que los cabreados no ven, asombrosamente, es que la proliferación de obras eternas e injustificadas, suciedad, especulación, caos, plazas inhóspitas de emporcado granito, destrucción de los mejores parajes como las Vistillas, es consecuencia directa de lo que ellos mismos llevan cuatro lustros votando, y van a seguir, por lo visto. Menos mensajitos presuntuosos, caros e inútiles, menos dejarse estafar, y un poco más de atar cabos, o de razonamiento.
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