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Columna
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Lo natural es la crisis

Hace más de dos siglos, Voltaire hablaba de Europa como de un espíritu cultural y político común. Era una Europa apenas constituida por unos miles de individuos, que poseían la lengua francesa, aunque no todos fueran franceses. Desde entonces y, especialmente en el pasado medio siglo, los europeos han aumentado a varios millones y todos hablan inglés, aunque casi ninguno sea británico. Son esas generaciones que dominan dos idiomas además del propio, trabajan y piensan con criterios y aspiraciones transfronterizos. Y cuando medimos el progreso realizado en la construcción de una entidad política europea, desde la constitución de los Seis -1956- hasta la fecha, el balance resulta de verdad impresionante; pero si, en cambio, nos limitamos a los últimos 10 ó 15 años, ya no tanto; y si nos amortajamos con la crisis, es un despeñadero.

Las opiniones públicas nacionales no aceptan sacrificios por una idea superior llamada Europa

Immanuel Wallerstein se pregunta si los casos de Grecia y Bélgica han provocado una implosión de Europa; no tanto una deflagración hacia fuera que hiciera añicos la comunidad, como una pérdida de identidad hacia dentro que subdividiese y desnaturalizara el conjunto. Grecia, en bancarrota económica, contamina el euro y empobrece a la UE, y Bélgica, en bancarrota política, amenaza con destruir a uno de los socios fundadores de la organización. Si los tiempos de bonanza permitieron pastelear la dejación belga de sí misma como nación, el estallido financiero da alas, contrariamente, a todos aquellos que no quieren seguir abonando una derrama para mantener Bélgica con vida, alentando así la creencia de que nosotros solos lo haríamos mejor. Y no es tampoco una crisis causada por el fortalecimiento de unas instituciones centrales que vayan reduciendo funciones de los Estados miembros, ni como consecuencia del desorden inherente a una comunidad ampliada a 27, sino la de una organización y unas opiniones públicas nacionales que no aceptan sacrificios por una idea superior llamada Europa.

A la Europa occidental no le interesa nada y a la oriental no le interesa Europa. A la primera no le interesaba ayer la guerra de Irak, pese a lo que algunos países fueron; no le interesa hoy la de Afganistán, pese a que muchos hayan ido. A Europa no le interesaba ni ayer ni hoy el conflicto árabe-israelí, a la vista de cómo ni pestañea ante un desaire de Israel tras otro, y al igual que Sísifo debe financiar incesantemente proyectos para la construcción de un Estado palestino, tan lejos como siempre de ver la luz. Del caso iraní, al que en general se le concede el crédito de albergar un peligro nuclear en ciernes, desearía que se ocuparan solos los Estados Unidos, o que, milagrosamente, una tanda de sanciones calibradas al nonius hiciesen recapacitar al Gobierno de Teherán. Y todo ello para confluir en una realidad que explica la crisis: la integración económica de la UE le ha cobrado una delantera, quizá ya insalvable, a la integración política.

La especie masivamente difundida consiste en que el mal funcionamiento de los mercados y sus agentes financieros -algo así como una traición al sistema capitalista- es lo que ha ocasionado el derrumbe económico, cuando, muy al contrario, el capitalismo contiene naturalmente todos los elementos que se han desencadenado para empobrecer y fraccionar Europa. El liberal-capitalismo -que no deja de ser por ello el menos malo de los sistemas- es de suyo tan despiadado como prueba el estallido de la burbuja financiera. Alguien aún menos socialista, si cabe, que María Santísima, J. M. Keynes, lo conocía tan bien que ponía al Estado a trabajar para meter en cintura los apetitos del mercado, castigar sus excesos, y amaestrarlo dentro de lo posible. La ley del mercado, dejada a su sabor, es la ley de la jungla, y eso es lo que ha hecho o, mejor, no ha hecho la UE: mantener en libertad vigilada a los mercados. Diferentemente, cuando tantos hablan hoy de recuperar la competitividad, flexibilizar el mercado laboral, reformar el Estado Providencia, lo que quieren decir es debilitar la capacidad normativa del Estado. El suicidio.

Europa está políticamente exhausta; los intelectuales y sus adláteres se felicitan con derrengado cinismo sin siquiera haberse leído. Europa, si ha de trabajar por ello, ya no quiere más Europa, y con ese déficit de sí misma ha regalado durante demasiado tiempo la primera y la última palabra a los mercados. Los ingenuos pero entrañables revolucionarios de Mayo del 68 equivocaron el eslogan: en lugar de prohibido prohibir debieran haber dicho ¡ya está bien de permitirlo todo!

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