Lecciones de una decisión histórica
Han hecho bien los ministros de Economía y Hacienda de la Unión Europea en adoptar decisiones excepcionales de intervención en los mercados financieros con el fin de evitar males peores: la fragmentación o desaparición de la unión monetaria europea, hubiera sido uno de ellos. Las excepcionales tensiones sufridas en las últimas semanas, primero en los mercados de bonos y más tarde en los de acciones y divisas, amenazaban con recrudecer la crisis abierta hace casi tres años en el sistema bancario estadounidense. Menos relevante que evaluar si las consecuencias de la eventual quiebra griega podrían haber sido las propias de la segunda edición de la del banco de inversión Lehman Brothers, es convenir en que era necesaria su evitación.
La capacidad de cooperación intraeuropea no está agotada
La evidencia de las pérdidas de bienestar observadas a partir de aquel error son suficientemente explícitas, casi tanto como las que se empezaban a contabilizar en las últimas semanas de sangría europea, tras las desconfianzas en la sostenibilidad financiera de Grecia y su extensión a la deuda pública de otros países considerados periféricos. Neutralizar nuevas amenazas de ese tenor es la primera obligación de las autoridades económicas, aun cuando ello suponga condicionar excepcionalmente el funcionamiento de los mercados financieros.
Las soluciones adoptadas, además de su carácter disuasorio sobre determinadas operaciones en los mercados financieros, son un exponente de que la capacidad de cooperación intraeuropea no está agotada. Constituyen, en efecto, una decisión histórica, no sólo por razón de la cuantía de recursos comprometidos en el fondo europeo de estabilización financiera, sino por la rapidez con que se han superado dificultades políticas entre los gobiernos europeos.
La decisión adoptada simultáneamente por el BCE es igualmente necesaria. Formaba parte de la ingenuidad creer que la inacción frente a unos mercados distantes de la asignación eficiente fortalecería la credibilidad de esta institución. Todo lo contrario: su legitimidad crece cuando pone de manifiesto su capacidad de adaptación a situaciones excepcionales, orientadas a paliar fallos de mercado. Supone de hecho un giro muy apreciable respecto a la posición adoptada en la última reunión de su consejo de gobierno del jueves. Es razonable esa reinstauración temporal de las subastas full allotment a 3 y 6 meses o las líneas de swaps en dólares con la Reserva Federal. Como lo es la disposición a llevar a cabo adquisiciones en los mercados de deuda pública y privada insertas en el Securities Markets Programme (SMP) cuando se detecten disfunciones en el funcionamiento de los mercados, como lo vienen haciendo otros bancos centrales.
A los mercados, en efecto, no se les puede dejar solos. Si ya eran frecuentes las evidencias de distanciamiento de las más fuertes de las hipótesis de eficiencia o de racionalidad en el comportamiento de sus operadores, la crisis se ha encargado de amparar el escepticismo del que venían haciendo gala los "behavioristas", Arkeloff y Shiller entre ellos. En momentos como los vividos las pasadas semanas los mercados no procesan correctamente la información relevante, ni amparan decisiones absolutamente racionales. Los comportamientos gregarios, de manada, acaban imponiéndose al análisis objetivo, con consecuencias no muy distantes de las que advertía el ministro de Finanzas sueco [Anders Borg]. Esta es otra de las lecciones, aunque en modo alguno nueva, que conviene deducir de esta larga crisis.
Tampoco puede pasarse por alto el papel del FMI, añadiendo su compromiso de participación en el acuerdo proporcionando, al menos, la mitad de los recursos aportados por la UE. De esta forma, el montante total de ayuda potencial a Estados miembros en dificultades asciende a 750.000 millones de euros. Su participación desde el inicio de la crisis valida esa cercanía al necesario fortalecimiento de la gobernación financiera global.
La más relevante de las consecuencias de la particularización de esta crisis en la eurozona hacía tiempo que se había anticipado: la necesidad de reducir la asimetría entre una unificación monetaria completa y una unión económica y política apenas insinuadas. Si se quiere preservar la primera no hay más remedio que avanzar en la integración política: ceder soberanía presupuestaria y extender los ámbitos en los que esté presente la coordinación de las restantes políticas económicas. Entre ellas, las reformas destinadas a fortalecer la capacidad competitiva de las economías de la región. Sin ésta, la preservación de las singularidades europeas volverá a quedar hipotecada.
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