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Columna
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Los agujeros del queso

Hay dos teorías sobre las armas nucleares. Para unos se trata de un arma más, aunque con un poder de destrucción más grande. Dicen, crudamente, que no hay nada que haga un arma nuclear que no pueda hacer un martillo; es sólo una cuestión de escala. Y razón no les falta: las bombas incendiarias arrojadas sobre Tokio por Estados Unidos el 10 de marzo de 1945 mataron a 100.000 personas en una sola noche, mucho más que cada una de las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki.

Y sin necesidad de recurrir a medios tecnológicos tan sofisticados, recuérdese que unos simples machetes de fabricación china, valorados en unos pocos dólares, causaron en 1994 la muerte de más de 800.000 tutsis y hutus moderados ruandeses en 100 días. Por eso, los defensores de las armas nucleares sostienen que el escaso número de muertos producido por estas, en comparación con las armas convencionales, es la mejor evidencia en contra de su prohibición. Dicho de otra manera, el efecto disuasorio de las armas nucleares es tan poderoso que a ellas les deberíamos décadas de paz. Puestos a abolir algo, replican, quitémonos de en medio el fusil de asalto Kaláshnikov, responsable de infinitas más muertes.

Se ha dicho que con la crisis financiera la economía ha desplazado a la política, no sólo en el ámbito internacional

Contra estos argumentos conviene recordar una de las reflexiones de Robert McNamara, el secretario de Defensa de John F. Kennedy durante la crisis de los misiles cubanos, en el documental La niebla de la guerra (The fog of war). Todo comandante que ha entrado en combate, dice McNamara, sabe que en la guerra se cometen errores, errores trágicos que cuestan la vida de mucha gente, soldados y civiles. Cometer errores de juicio es intrínseco a la guerra porque la información de la que se dispone siempre es imperfecta. Pero en un mundo con armas nucleares las cosas son distintas: como se experimentó durante la crisis de los misiles cubanos en 1962, con un solo error de cálculo sobre las intenciones del contrario, naciones enteras podrían ser aniquiladas y desaparecer definitivamente de la faz de la Tierra.

Dicen los expertos en aviación que los accidentes aéreos nunca se deben a una sola causa. Como los sistemas de seguridad se solapan y duplican intencionadamente unos con otros, es necesaria la concatenación de varios fallos, humanos y/o técnicos. Recurriendo a una metáfora bien curiosa, nos explican que para que un accidente ocurra es necesario que todos los agujeros de un queso gruyère queden perfectamente alineados, lo cual es muy improbable. En 1962, los agujeros del queso estuvieron a punto de alinearse al acumularse una serie de trágicos errores de cálculo por parte de rusos, cubanos y estadounidenses.

En nuestros días, el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, trabaja fatigosamente para buscar una nueva alineación de los agujeros mientras que la comunidad internacional intenta avanzar en la senda de la no proliferación nuclear.

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Se ha dicho que con la crisis financiera la economía ha desplazado a la política, no sólo en el ámbito internacional, sino también en el tablero internacional, pero es difícil imaginar un cambio tan fundamental provocado desde la economía como el que potencialmente ocurriría en las relaciones internacionales si Irán finalmente lograra hacerse con un arma nuclear. Desde los bombardeos preventivos que tanto parecen tentar a Israel hasta el acomodo con un Irán abiertamente nuclear, todas las opciones son malas. Como señalan James M. Lindsay y Ray Takeyh en el Foreign Affairs de abril (After Iran gets the bomb), si descartáramos la guerra como respuesta a un Irán nuclear con el argumento de que los males que provocaría serían mayores que los peligros que quiere conjurar, el esfuerzo de contención diplomático y militar que Estados Unidos y la Unión Europea tendrían que desplegar para que Oriente Medio no se embarcara en una carrera nuclear sería de una intensidad sin precedentes.

Irán muy bien podría lograr exactamente lo contrario de lo que pretende, al lograr unir toda la región en su contra, desde Egipto hasta Turquía, pasando por Arabia Saudí e Irak. Es un axioma de las relaciones internacionales que la completa seguridad de un actor supone la completa inseguridad de todos los demás. Es todavía pronto para saber si Irán querrá detener su programa nuclear justo antes o justo después de la bomba. Pero lo que es indudable es que, pese a la utopía desencadenada por las propuestas de Obama sobre la erradicación definitiva del arma nuclear, la proliferación nuclear sigue siendo la amenaza más grave y devastadora que pende sobre nosotros. De ahí la importancia de la conferencia que se abre hoy en Nueva York y que se prolongará hasta el 28 de mayo; 189 países intentando desalinear los agujeros de un queso: no se lo pierdan. jitorreblanca@ecfr.eu

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