_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Bélgica como modelo

Lluís Bassets

No está mal. Cinco crisis en los últimos tres años. La humorada todavía colaba hace unos años: Bélgica seguía funcionando perfectamente, mejor incluso, durante los largos períodos de Gobiernos interinos. Las crisis no eran tan malas porque a todas sobrevivían el país y los belgas. Pero ahora cada crisis pone mayor distancia entre las dos grandes comunidades lingüísticas, los valones francófonos, y los flamencos neerlandófonos, de forma que unos y otros van acomodándose, unos con euforia y otros con resignación, a la eventualidad de una partición del país.

Flamencos y valones viven en dos mundos separados y aparte en casi todo: lengua, medios de comunicación, territorio, partidos... Y apenas comparten tres cosas: la corona, Bruselas y la cancha de juego en la que se pelean y que obliga a complejas coaliciones de partidos de ambas comunidades para conseguir mayorías de gobierno. Bruselas no es tan sólo la capital, sino la sede de las instituciones europeas, residencia de millares de funcionarios y políticos de toda Europa y un suculento negocio para todos los belgas. Muchos creen que con república y sin capitalidad europea, Bélgica habría dejado de existir.

La crisis política belga es síntoma y parte de la crisis europea

Bruselas es el objeto central de la pelea, porque la capital y sus suburbios conforman el único territorio bilingüe y compartido. Entre 100.000 y 150.000 ciudadanos francófonos, que viven en las 35 comunas suburbiales, pueden perder sus derechos lingüísticos y la posibilidad de votar a partidos de la comunidad valona si prospera definitivamente el proyecto apoyado por los flamencos de reducir el territorio bilingüe y compartido a la estricta capital. Los francófonos se sienten amenazados y exigen como contrapartida un corredor que una la capital con Valonia, algo que rechazan los flamencos, pues temen el efecto de mancha de aceite francófona que actúa desde Bruselas y avanza en territorio de Flandes.

Incluso en los grandes conflictos cuentan las personas. Bélgica tuvo que sacrificar a los intereses de la Unión Europea a quien se había revelado como un gran componedor en el conflicto entre comunidades, el primer ministro Herman van Rompuy, nombrado este pasado noviembre presidente del Consejo Europeo. Recuperó en cambio a Yves Leterme, un talento para el conflicto que ya había sido primer ministro y demostrado su escaso sentido diplomático para lidiar con sensibilidades comunitarias siempre a flor de piel. No es seguro que el reparto de papeles haya resultado muy efectivo. Van Rompuy, que tanto podía hacer por Bélgica, no es seguro que pueda hacer mucho por la UE y por las nuevas instituciones del Tratado de Lisboa, que han entrado en rodaje coincidiendo con la mayor crisis económica de los últimos 70 años.

Bélgica tomará el relevo de la presidencia semestral de la UE el 1 de julio de la mano de España. Es muy probable que lo haga con un Gobierno interino, a la espera de unas elecciones o de la formación de un nuevo Gabinete, una tarea que puede prorrogarse durante varios meses en un país que ha llegado a estar sin Ejecutivo durante 190 días. La presidencia europea hará así un paso más hacia la irrelevancia, después de un semestre español dominado por la crisis económica en el que ha desaparecido el protagonismo que antaño tuvo el país al cargo. Así es como la crisis política belga, tan idiosincrásica, se cruza con las crisis europeas y adquiere el carácter de todo un síntoma.

Conocer lo que pasa fuera, es entender lo que pasará dentro, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Bélgica perdió hace mucho tiempo su estructura clásica de partidos, organizada sobre las dos grandes ideologías que han articulado Europa desde la II Guerra Mundial. Entre los grandes países, Alemania en sus últimas elecciones y Reino Unido en las próximas se hallan ahora en caminos análogos. La fragmentación del espacio político y la aparición de populismos de toda calaña tuvieron en Bélgica un precedente en el nacionalismo extremista flamenco y la comunitarización de la vida política. Los flamencos van cada vez más a su bola respecto a Bélgica de la misma forma que los alemanes lo hacen respecto a Europa. Nadie tiene ni quiere tener una visión de conjunto. Y menos asumir responsabilidades desde la óptica de los intereses europeos. Las viejas solidaridades de hecho con las que se ha construido Europa se hallan erosionadas por los intereses particulares y los calendarios electorales. Y todo es parte de un intenso repliegue nacional y nacionalista, pero también de una provincianización europea que quizás no terminará ni con Bélgica ni con la UE pero nos seguirá hundiendo en la irrelevancia.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_