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Columna
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'Hacer las Américas'

El coro es tan nutrido como de clara filiación conservadora. España no tiene política exterior en ninguna parte, y menos aún en América Latina. España es no sólo aliada sino alcahueta de dictaduras como la parlanchina de Venezuela, y la mucho más discreta pero implacable Cuba. Estamos en plena celebración de bicentenarios y el chorreo de denuestos no puede sino arreciar. Ante ello, la posición del Gobierno español es relativamente contemplativa, la mot de passe consiste en acompañar a las naciones latinoamericanas en lo que dispongan, aplaudir cuando toque, entonar las letanías y jaculatorias adecuadas, y no disputar el primer plano a nadie y de nada. Pero esas ásperas admoniciones exigen que España desarrolle una política agresiva, que muestre al mundo como nuestro país, más demócrata que nadie, no deja pasar ni una, ni que hablen castellano, o mucho más porque lo hablan. La nueva manera de hacer las Américas debería, así, instalarse en el más alto farallón de la censura, porque cualquier otra actitud equivaldría a defender intereses mercantiles, que deshonran una ejecutoria histórica, hay quien piensa que intachable.

Estamos en plena celebración de bicentenarios y el chorreo de denuestos no puede sino arreciar

Hasta hace dos décadas Sudáfrica practicaba un oprobioso régimen de segregación de razas llamado apartheid, que, por otra parte, ninguna dictadura latinoamericana se habría atrevido a imponer. Estados Unidos preconizaba entonces una política de constructive engagement -compromiso constructivo- que consistía en trabajar con Pretoria como si no pasara nada. La derecha -española y europea- era, dentro de lo limitado de sus intereses internacionales, entre consentidora e indiferente; la izquierda tronaba, en cambio, contra lo que veía en Washington como hipocresía galopante. El sistema acabó autodestruyéndose, sin que lo salvara la pasividad conservadora ni lo hundiera el coro progresista. Cayó porque, jubilada la URSS, Estados Unidos carecía ya de interés en sostener a su centinela del cabo de Buena Esperanza, y porque un neo-bóer, De Klerk, comprendió que los tiempos habían cambiado.

Lo que quieran los venezolanos, cuyo Gobierno aún con todo lo criticable no es una dictadura, será Venezuela, y otro tanto cabe decir de los cubanos, cuyo sistema sí que es, por supuesto, dictatorial. La diferencia, sin embargo, entre Sudáfrica y Latinoamérica es de nota. Con Pretoria, en España todo era gratis, tanto la benévola indiferencia como la condenación airada, y en Las Indias cada paso tiene su costo, lo que no significa que haya que hacer siempre de don Tancredo, pero sí conocer ese precio. Y no son sólo los bicentenarios los que agravan la cuestión, sino el nuevo contexto en que se celebran: la revolución indígena boliviana, que asusta en Ecuador y Perú, y el zafarrancho de combate bolivariano en Venezuela.

La reciente muerte de un disidente cubano ha sido lamentable y condenable, por lo que el Gobierno español ha expresado -¿con demasiada prudencia?- su disgusto. Pero la actitud de La Habana, hoy y ayer, no deja lugar a dudas. ¿Deshielo?, ninguno. ¿Concesiones?, menos. Debería estar fuera de discusión que las presiones tanto políticas como económicas sólo conducen al enrocamiento del régimen, con efectos directamente negativos para la población. El acompañamiento, junto a mirar para otro lado cada vez que el venezolano Hugo Chávez y el boliviano Evo Morales la emprenden contra la antigua potencia colonial, es el mal menor. Algo -aunque muy poco- cede el Gobierno cubano si no se le hostiga, de igual forma que entrar en una guerra de invectivas con Caracas o La Paz, aparte de que algo tienen que reprochar a España las poblaciones autóctonas o sobrevenidas por la esclavitud de esos países, dejará siempre malparada a la ex metrópoli, porque hasta la oposición venezolana o boliviana tendrían que callarse o alinearse con el poder local para no ser acusadas de vendepatrias.

No es casual la mudez o la parsimonia de la mayoría de los Gobiernos latinoamericanos a la hora de condenar en este u otros casos al castrismo. La estentórea declaración de no-interferencia del presidente brasileño Lula le mandará o no de cabeza al infierno, pero responde a un sentimiento generalizado y poderoso en las opiniones públicas nativas y sus Gobiernos. Europa tiene tantos esqueletos en el armario que lo mejor que puede hacer es callarse -se dice-, y en América Latina el mayor armario es el español. No es la de Madrid una política exterior para que la premien en unos Juegos Florales, pero creer que España está ahí para que la vitoreen por condenar todo lo que no marcha en América Latina es un gravísimo error, sobre todo en esta hora de los bicentenarios.

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