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El acoso al juez Garzón
Columna
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En el Café de Chinitas

José María Ridao

La corrupción, la memoria histórica, la sentencia del Estatut, el asesinato de Seseña, el velo de una niña en un colegio: si algo tienen en común estos asuntos es que han acaparado, uno tras otro, el grueso de la atención pública durante semanas. Con un añadido inevitable: que otros asuntos han desaparecido casi por completo de la escena. El problema no es, como podría pensarse, que aquello de lo que no se habla sea más o menos importante que lo que nos absorbe. Se trata, por el contrario, de la actitud que una agenda, por así decir, tan íntima, tan particular, incluso tan castiza, va consolidando en el debate público.

Los españoles de hoy no necesitamos, como en tiempo de Felipe II, que se nos someta a un cordón sanitario para que no quedemos expuestos al contagio de las ideas venidas de fuera; ahora, ese cordón nos lo imponemos nosotros mismos, cerrando los ojos y los oídos a todo asunto que no se produzca de Pirineos para abajo. Con el corolario de que, desde fuera, España vuelve a percibirse como una pintoresca singularidad, un país capaz de seguir a la bola de sus cosas mientras el resto del mundo trata de hacer frente a una incierta situación económica y a un sistema político que, como la democracia de otras épocas, vuelve a estar rodeado de amenazas.

Hay algo de cortedad provinciana en consumir las energías en asuntos que sólo nos afectan a nosotros

Cuando se ensalzan los logros que han colocado a España entre las potencias más prósperas, se hace a la manera en que, en el Café de Chinitas, dijo Paquiro a su hermano, yo soy más valiente que tú, más torero y más gitano. En ningún momento se asume que por el simple hecho de encontrase entre las potencias más prósperas, España tiene la obligación de estar atenta a cuanto suceda fuera de sus fronteras, intentando rentabilizar al máximo su capacidad de influir. No por hacer del mundo un nuevo y más amplio Café de Chinitas en el que dar curso al orgullo de Paquiro, sino porque todo debate internacional que se resuelva sin un punto de vista español, toda decisión que se adopte sin que España se implique en las deliberaciones y no sólo en los resultados, compromete nuestro progreso y bienestar futuros.

Hay algo de cortedad provinciana en el hecho de consumir la mayor parte de nuestras energías en asuntos que sólo nos afectan a nosotros, no porque seamos víctimas de una maldición divina que ha escogido nuestro país como escenario de extrañas plagas, sino porque hemos perdido de vista que cuando se ocupan las posiciones más elevadas se está más expuesto a la mirada de los demás. De seguir por el camino que vamos, nadie volverá los ojos hacia nosotros para contrastar experiencias de igual a igual sobre los problemas que preocupan al mundo, sino para solazarse en un parque temático en el que, de puro exotismo, no se distingue el pasado del presente, los sucesos de las noticias, las excepciones de las reglas. Un carnaval perpetuo, en fin, que, como el que precede a la Cuaresma, pone a disposición del visitante la posibilidad de revivir las pasiones negadas y reprimidas en la vida diaria.

Ante una situación como la que empieza a dibujarse, tanto da que se opte por buscar un chivo expiatorio que por abandonarse a las jeremiadas de la responsabilidad colectiva. Uno y otro camino devuelven de manera inexorable al Café de Chinitas, sólo que el Paquiro de turno no presumirá ante sus rivales de valor y torería, sino de displicencia y falta de compromiso ciudadano. Hace años que la voluntad de solucionar los problemas de la gente se han convertido en el eslogan por excelencia de la política y de cualquier otra actividad pública. Si hoy vivimos lo que vivimos, no es porque no se hayan encontrado las soluciones, sino porque se han confundido los problemas. Las invocaciones a la gente, a lo que la gente desea como norte de la actividad pública, han abierto las puertas a la demagogia como legitimación última de cualquier iniciativa.

Si un partido adopta un programa, sea desde la oposición o desde el Gobierno, es sólo porque lo espera de él la mayoría de sus votantes. Lo mismo que si un medio de comunicación pone el énfasis en una u otra noticia. O si un escritor o un artista se inclina por un tema o por otro, que debe desarrollar de manera lo suficientemente convencional como para que nadie se tropiece con las dificultades de lo original o lo imprevisto.

Hasta el punto de que una noción como la de lo políticamente incorrecto no es hoy sinónimo de nadar contra corriente, sino de ponerse con grandes gestos a su favor.

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