Contra la discriminación laboral por edad
Nuestro país padece dos graves patologías civiles. La primera es crónica y aparentemente incurable, pues se trata de la corrupción política, de la que no me ocuparé aquí. La otra, es muy aguda y deprimente en extremo, pero también pasajera, afortunadamente. Me refiero a la crisis económica, que ha destruido en dos años dos millones de empleos. Esta última patología sí tiene cura, aunque su tratamiento exija una terapia particularmente dolorosa que costará grandes sacrificios a los ciudadanos menos capacitados o más indefensos. Es verdad que antes o después se acabará por vencer a la crisis, pero lo que no se sabe bien es cuánto tiempo costará superar la enfermedad. Si la autoridad competente recurriera a una terapia de choque o ajuste duro, probablemente solucionaría la crisis en poco tiempo. Pero si se empeña en contemporizar recurriendo a paños calientes, es posible que tardemos bastantes años en acabar con sus peores secuelas, como es el desempleo crónico.
Los ciudadanos deben elegir libremente la edad a la que se jubilan. Fijar una no es constitucional
Las víctimas son los jóvenes precarios y los jubilados prematuros
Entre las principales medidas de choque propuestas por los facultativos, destaca la reforma del sistema de pensiones, consistente en un aplazamiento de la edad efectiva de jubilación y en un nuevo cálculo de la pensión para hacerla proporcional a la duración de la carrera laboral y al montante acumulado de cotizaciones. Una reforma sin duda necesaria por razones tanto económicas (futura insolvencia del sistema de financiación) como demográficas (próxima jubilación de la generación babyboomer). De ahí que el Gobierno actual, atendiendo a los consejos de los especialistas, haya hecho suya esa propuesta de reforma en su doble sentido del aplazamiento de la jubilación y la proporcionalidad de su cálculo. Pero como es sabido, los sindicatos han opuesto una resistencia frontal en defensa de sus derechos adquiridos, logrando que el Gobierno retire su reforma del cálculo, aunque no la de la edad.
En este contexto, aquí me propongo apoyar la conveniencia de proceder al aplazamiento de la edad de jubilación. Pero no sólo en uno o dos años, como ya están haciendo los países punteros de la UE, sino de modo indefinido, para que los ciudadanos elijan libre y voluntariamente la edad a la que se jubilan (igual que eligen la edad de inicio de su carrera laboral, aunque no tan libremente, como veremos después). A sabiendas, por supuesto, de que si deciden adelantar su jubilación deberán hacerlo a costa de percibir menores ingresos que si la retrasaran a edades más tardías, lo que proporcionalmente debería procurarles mayores pensiones de jubilación. Y para justificar mi posición me baso no en los conocidos argumentos económicos y
siguiente demográficos fundados en su futura insostenibilidad financiera, que comparto y doy por sabidos, sino en la defensa del derecho fundamental al trabajo remunerado, garantizado por el artículo 35 de la vigente Constitución española (CE).
Sencillamente, el fijar una edad de jubilación obligatoria, como se hace con los trabajadores por cuenta ajena de ciertos convenios colectivos (asalariados) y de todas las administraciones públicas (funcionarios), es anticonstitucional, pues significa una discriminación laboral por razón de edad prohibida por el Artículo 14 CE. Y el que sea una discriminación se demuestra por el hecho de que los propietarios o empresarios y los trabajadores por cuenta propia (autónomos y profesionales privados) no se jubilan nunca, pues para ellos no existe tal obligación. Lo que demuestra que también en este campo hay todavía clases.
Con esto quiero decir que, aun siendo legítimo y conveniente el interés gubernamental por retrasar la edad media de jubilación, ello no puede lograrse mediante un decreto ley que obligue a trabajar dos años más, o a dejar de trabajar dos años más tarde. Pues eso es algo que sólo debe obtenerse mediante incentivos selectivos que penalicen la jubilación anticipada y recompensen la tardía, pero siempre respetando, en uno y otro caso, el inalienable derecho al trabajo libre y voluntario.
Quiero aclarar que sostengo esta postura no por un formalista rigorismo jurídico-constitucional, ni siquiera por un principio doctrinario de autonomía personal a ultranza, sino más bien como sociólogo preocupado por los nefastos efectos que genera la jubilación, especialmente si es masculina. Como revelan los estudios de salud pública, las tasas de morbilidad y mortalidad, que van creciendo moderadamente con la edad, experimentan una crisis al alza en el año siguiente a la edad media de jubilación. Y esto es así porque los hombres no saben vivir bien sin trabajar, dado que el empleo ocupado es la base de su posición social y la sede de su identidad personal. Por eso, al perder su trabajo, los varones se sienten desarraigados, desposeídos de su identidad pública y privados de una función social que ejercer, lo que les produce un difuso malestar que eleva su probabilidad de contraer enfermedades, a veces mortales.
Es verdad que esto no ocurre tanto con las mujeres, que como se suele decir, no se jubilan nunca (aunque tengan trabajo remunerado), pues se sienten obligadas por los demás a seguir ocupándose de todas sus responsabilidades domésticas y familiares, lo que no hacen los hombres. Pero conforme avance lo suficiente la igualdad de género, también las mujeres aprenderán a identificarse con su trabajo remunerado como siempre han hecho los varones, lo que les obligará a sentirse amortizadas en cuanto les llegue la jubilación. Pues eso es lo que significa jubilarse: abandonar la esfera pública y quedar relegados a la esfera doméstica y privada como ciudadanos de segunda clase. Lo que puede llegar a vivirse como la experiencia de una muerte civil anticipada.
Ahora bien, esta discriminación laboral por razón de edad no se experimenta sólo al final de la vida activa, cuando te expulsan del puesto de trabajo quizás contra tu voluntad (la tasa de empleo de los mayores de 55 años sólo es el 18%), sino también a su inicio, cuando por ser demasiado joven no se te reconoce tu derecho al trabajo en las mismas condiciones que los demás.
Ahí está el caso flagrante del desempleo juvenil, que en España es hoy del 40% para los menores de 30 años, duplicando la tasa media del 19%. Y los jóvenes que trabajan tienen que conformarse con empleos temporales con ingresos por debajo de su cualificación y sin derecho a indemnización.
Así se produce una grave segregación por edad del mercado de trabajo, dividido entre un núcleo central de empleo estable y blindado contra el despido, que ocupan los adultos con derechos laborales protegidos por los sindicatos, frente a una periferia inerme de empleo precario, ocupada por jóvenes, tanto mileuristas cualificados como inmigrantes sin cualificar.
Ésta es la otra cuestión crucial, junto con la reforma del sistema de pensiones, que se está negociando en la mesa del diálogo entre los interlocutores sociales para la reforma laboral. Un diálogo que por lo que parece no se centra tanto en la garantía del derecho al trabajo como en el mantenimiento de la discriminación laboral por razón de edad, que penaliza tanto a los adultos maduros expulsados por su jubilación anticipada como a los jóvenes que inician precaria y tardíamente su incierta carrera laboral.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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