Quiten el velo, desclaven el crucifijo
"Si no hubiera opciones no habría indecisos, pero tampoco cínicos", dice Juan Urbano mientras remueve el azúcar en su segundo café negro de la mañana y con la otra mano señala la página del periódico en la que se habla de esa niña a la que han prohibido entrar en un colegio público de Pozuelo de Alarcón cubierta con un hiyab; y después añade: "Pero el caso es que las hay, y eso hace que las personas honradas duden y las deshonestas se multipliquen, se desdoblen para despistar y aparenten ser justo lo contrario de lo que son". Y luego empieza a hacerme una lista: "¿No te das cuenta? El mundo está lleno de bomberos pirómanos; o lo que es lo mismo, de conservadores que lo destruyen todo; y de jueces que luchan contra la justicia; y de presidentes de los empresarios que arruinan sus empresas; y de curas pedófilos; y me callo, porque me está sentando mal lo que digo".
En la calle que cada uno lleve lo que quiera; en los institutos, no
El instituto Camilo José Cela, efectivamente, ha prohibido a una niña española musulmana asistir a clase con la cabeza cubierta por un velo ritual, y la opinión pública se ha dividido en dos rápidamente, tirando de cada mitad de ese pañuelo como si compitieran en ese juego que consiste en tirar de una cuerda hasta hacer cruzar a los adversarios una raya pintada en el suelo. El problema es que aquí no sabemos dónde está pintada la raya ni quién la pinta, y por eso Juan Urbano y yo, que sospechamos de todo lo que suene a religión, porque en todas ellas encontramos un modo de manipular a la gente y robarle su libertad, pensamos que lo mejor que podía ocurrir en este caso sería que en lugar de impedir el paso a la niña del hiyab se prohibiera la asignatura de religión, que defienden tal vez los mismos que atacan al pañuelo. "Pero no sólo en los centros públicos, porque que algo sea privado no significa que pueda estar al margen de la ley, ¿no?", dice Juan Urbano, que piensa que la ley debería de exigir, de una vez por todas, que la religión se quedara dentro de las iglesias y que allí fuese a rezar todo el que quisiera, pero a los demás no se les metiese un santo en la cabeza, tanto si van a un colegio público como si no. "Lo contrario es poner una vez más a los bomberos pirómanos a cuidar del bosque", dice, misteriosamente.
Los profesores del Camilo José Cela dicen que el reglamento del centro prohíbe expresamente llevar la cabeza cubierta con cualquier adorno o símbolo, da igual si es un hiyab, un sombrero o un turbante, y en ese caso da la impresión de que querer imponer el pañuelo es absurdo. Cuando una persona no musulmana visita una mezquita, se descalza, porque esas son las normas para hacerlo, y es raro que ir con los zapatos puestos allí y sin el velo aquí puedan ser la misma cosa, cuando en realidad son lo contrario. Es cierto que la capacidad para mirar hacia otra parte de nuestros políticos parece infinita, y que imitándolos todos preferimos no opinar mucho acerca de estas cosas, salvo si se trata de hacerlo en voz baja y entre amigos. Por eso a Juan y a mí nos gusta que los maestros de ese centro madrileño hayan tenido el valor de poner una vez más el clavo ardiendo encima de la mesa, porque eso ocurre, es un problema y lo mejor es dejar las cosas claras: este es un país aconfesional, en el que no es lógico hacer propaganda de símbolos religiosos, y menos en un ámbito como el escolar, donde todo se propaga como la pólvora y se mitifica hasta dejar huellas difíciles de borrar.
"¿Llegamos a ese acuerdo?", dice Juan Urbano, lo mismo que si en lugar de hablar conmigo hablara con alguno de los que corta la tarta: "En la calle, que cada uno lleve lo que quiera; en los templos, que cada uno se arrodille ante quien crea; pero en los colegios y los institutos, no". No suena mal, pero vete a explicárselo a unos y a otros, a los que colocan el hiyab en la cabeza o el crucifijo en la pared. O a los que piensan una cosa de lo primero y la contraria de lo segundo.
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