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Análisis:
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Dejemos en paz a los jueces

A alguien, cuyo nombre no recuerdo, le preguntaban quiénes eran sus héroes en la vida real y respondía: los maestros, los médicos, las enfermeras, los bomberos y los policías. Yo a esa lista añado a los jueces. No hay, a mi juicio, tareas más excelsas y abnegadas que las de ayudar a nacer, enseñar, curar, asistir a bien morir, proteger y dirimir los conflictos. Por encima de las limitaciones, errores y miserias humanas, quienes desempeñan esas tareas merecen, y deben recibir de todos, al menos respeto y comprensión, tanto por su contribución indispensable a la convivencia como por la dificultad de su trabajo. Hoy me voy a referir, de esa lista, que es la mía, a los jueces.

Tras casi medio siglo de trabajar como abogado, no necesito que nadie me ilustre sobre los problemas estructurales y materiales de la administración de justicia española. Me siguen sorprendiendo, y hasta indignando, determinadas actuaciones de algunos jueces. Soy consciente de cuán lejos estamos todavía de conseguir la plena efectividad del derecho a la tutela judicial y de las muchas ocasiones en las que no se obtiene la justicia material. Pero dos cosas tengo por ciertas. Una, que no es sencillo ser un buen juez en un país que nunca ha sabido valorar la trascendencia de su tarea, que nunca les ha dotado de medios suficientes, en el que se legisla demasiado y a menudo con una técnica muy deficiente, en el que todos nos creemos habilitados para pontificar sobre lo justo y lo injusto, y en el que se ejerce con la mayor desenvoltura y frivolidad, cuando no saña, el legítimo derecho a criticar las resoluciones de los jueces sin asumir la correlativa obligación de argumentar mínimamente la discrepancia. La segunda de mis certezas es que, pese a todo ello, nuestros jueces tienen una preparación y una calidad en general indiscutible y satisfactoria, por supuesto superior a la que, por ejemplo, demuestran quienes con mayor irresponsabilidad contribuyen al deterioro de la justicia: los políticos.

No es sencillo ser buen juez en un país donde no se sabe valorar su tarea
La independencia judicial no es un capricho ni una virguería intelectual

Es cierto que lo que describo no es nuevo. Siempre ha ocurrido. Pero nunca, que yo recuerde, con la intensidad actual. Siento vergüenza ajena ante el espectáculo que ofrecen auténticos indocumentados y oportunistas que para criticar a los jueces acuden cínicamente a los argumentos ad hominem, al proceso de intención, a la manipulación de los textos judiciales, a los provocativos anuncios de insumisión o de descalificación, si el fallo a dictar no les satisface. Ni siquiera el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo quedan al margen de esa guerra sucia y de los más descarados intentos de presión. Cuando no son humildes ciudadanos los que actúan así, sino una cohorte de ministros, presidentes de comunidades autónomas, consejeros, alcaldes, diputados, senadores y líderes sindicales, tenemos que empezar a preocuparnos seriamente porque, aunque ellos no lo adviertan, están jugando con fuego.

Creo que de los tres poderes del estado de derecho hace ya tiempo que uno, el legislativo, sólo existe nominalmente en España. Las normas electorales, los reglamentos parlamentarios, y la imposición por los partidos de la disciplina de voto han convertido a nuestros supuestos legisladores en meros voceros sumisos del ejecutivo de turno. En España, Obama no habría tenido problema alguno para hacer aprobar su reforma sanitaria. El poder ejecutivo ha fagocitado al legislativo, y no sorprende que desee conseguir lo mismo con el poder judicial, porque son precisamente los jueces los que nos protegen a los ciudadanos, controlando realmente, y no de manera virtual como en el Congreso, al Gobierno y garantizando que su actuación en todo momento se ajuste a la Ley. Y esto les convierte, a los ojos de los gobernantes de cualquier nivel, cuando menos en un elemento incómodo al que conviene someter o condicionar. No es casual ni inocente el que sea la jurisdicción contencioso-administrativa la más atascada y agobiada.

Podemos, y seguramente es ya ineludible e inaplazable, modificar las normas de designación de jueces y de su Consejo General, para que sean ellos los que, sin interferencia de los otros poderes, se organicen. Quizá algún día aparezca un estadista que promueva las reformas legales y asigne los recursos necesarios para que los defectos estructurales y las penurias de la administración de justicia desaparezcan. Pero con todo, si no entendemos e interiorizamos que la separación efectiva de los poderes y la independencia del judicial no es un capricho o una virguería intelectual, sino condición sin la que no existe de verdad un estado de Derecho y una convivencia democrática, nosotros, los ciudadanos, seremos los más perjudicados. No es obligatorio admirar, como yo les admiro, a los jueces. No es necesario renunciar a la crítica ante sus decisiones. Tampoco sería adecuado que el pueblo soberano, a través de sus representantes, no lleve a cabo un control real, proporcionado y democrático de la actividad judicial. Únicamente debemos exigir a todos, y a nosotros mismos, que todo se haga desde el más elemental respeto a los principios y reglas básicas de una democracia. Dejemos a los jueces hacer su trabajo en paz, sin sobresaltos, porque en ello va nuestra libertad.

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