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Columna
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Autodestrucción

A veces da la sensación de que tenemos tendencia a la autodestrucción. Parecemos un país de bárbaros sólo dispuestos al consenso y diálogo cuando el desastre está reciente. No aprendemos.

Si uno suma rabia, una cerilla y un bidón de gasolina, quizá venderá millones de libros, pero seguro que conseguirá un incendio.

Últimamente, parece que algunos jueces y políticos están dispuestos a poner la mecha a la dinamita sin importarles las consecuencias sobre nuestro pacto social, relativamente reciente y frágil.

En España, una conjunción radical formada por una enraizada tradición anarco-franquista, ha puesto en jaque el pacto de la transición, la aceptación de paz a cambio de amnesia. El endiosamiento del juez Baltasar Garzón y sus métodos de instrucción poco ortodoxos, además de su trabajo infatigable y comprometido, han facilitado la venganza de los que consideran una osadía investigar los crímenes del franquismo a instancias de las víctimas, las que buscan un cadáver que llevaba 70 años en una cuneta.

¿Están dispuestos nuestros políticos a contestar las preguntas de los ciudadanos sin esperar las encuestas?

El mensaje de la judicatura española al exterior es que Falange todavía gana batallas y que instruir el caso Gürtel sale muy caro.

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La rabia y la gasolina están puestas también socialmente en el tema de la inmigración. Nos lo dicen los barómetros de opinión del Centro de Estudios de Opinión (CEO), que reiteradamente sitúan como principales problemas ciudadanos el paro y la precariedad laboral, además de la inmigración y la inseguridad. Tres factores que, combinados con la insatisfacción de la política, sólo necesitan la mecha de la irresponsabilidad o el electoralismo para prender.

La actuación política en Vic es un ejemplo de lo que no nos podemos permitir si queremos evitar el incendio. El alcalde de Unió reacciona a la presión del partido racista local con una medida populista para satisfacer a los ciudadanos que se sienten agraviados y tentados a expresar un voto de protesta. Evitar el empadronamiento sólo puede dificultar conocer la realidad local y que se pueda responder con políticas públicas realistas. Denunciar a los irregulares a la Subdelegación del Gobierno es pura propaganda porque la seriedad de la política de expulsiones no dependerá de Vic.

Bailarle el agua al líder de la Plataforma per Catalunya, Josep Anglada, no dice mucho a favor del alcalde Josep Maria Vila d'Abadal, pero participar en el gobierno contradiciendo al alcalde y hacer buenismo es también irresponsable porque los ciudadanos interpretan que sus representantes se encogen de hombros ante sus problemas cotidianos.

De los muchos debates que no hemos hecho colectivamente, la integración de la inmigración es uno de los más urgentes. ¿Están nuestros políticos dispuestos a contestar los interrogantes de los ciudadanos valientemente sin esperar antes el resultado de alguna encuesta que indique lo que tienen que opinar? Parece una anomalía que el discurso sobre inmigración quede sólo en manos de los alcaldes. Es cierto que son los que se enfrentan cada día con las tensiones originadas por la crisis, el rápido crecimiento demográfico, las diferencias culturales y las necesidades sociales de los nuevos catalanes. Pero, ¿qué opina CiU? ¿Su política es la del alcalde de Vic o la del alcalde de Sant Cugat? ¿La de Àngel Colom?

¿Quién marca el discurso en el PSC? ¿La valiente alcaldesa de Salt, la salomónica alcaldesa de Cunit o el alcalde a la búsqueda de votos de Barcelona?

Negar los problemas sólo retrasa o dificulta su resolución. Las encuestas dicen que uno de cada cuatro catalanes votaría una lista xenófoba y que el 48% considera que la inmigración es mala para el país. Además, el 7,5% de votantes estaría dispuesto a dar su apoyo a Josep Anglada, franqueándole, así, la puerta del Parlament.

Una baja participación y la irrupción de pequeños partidos que tensionen hacia los extremos, la derecha y el independentismo, puede convertir el Parlament en ingobernable. Quizá sea divertido, pero también peligroso.

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