El dios de nuestra época
Jorge Lavelli dirigió durante 10 años el Théâtre National de la Colline, donde, con muy buen criterio y no poco riesgo, decidió programar exclusivamente obras de autores actuales, porque en París para hacer a los clásicos ya tienen a la Comédie-Française. "Antes de programar un pirandello, el director de un teatro público debiera preguntarse si con su decisión no le está quitando el sitio a algún autor actual interesante", explicaba Lavelli en una entrevista publicada en este periódico con motivo del Edipo rey que montó en Mérida en 2008. En España, donde tenemos una Compañía Nacional de Teatro Clásico, sería bueno que el Centro Dramático Nacional, siguiendo a su director invitado, se consagrara a su vez al repertorio actual y del siglo XX, tan precariamente atendido en nuestra cartelera.
EL AVARO
Autor: Molière. Versión: Jorge Lavelli y José Ramón Fernández. Concepción y dirección: Jorge Lavelli. Intérpretes: Juan Luis Galiardo, Irene Ruiz, Aída Villar, Palmira Ferrer, Javier Lara.
Madrid. Teatro María Guerrero. Hasta el 23 de mayo.
Galiardo, que puede ser Harpagón y medio, lo es sólo en una escena
Reconocemos el juego de piernas de Lavelli, pero no su pegada
El avaro, expresivamente adaptado en esta ocasión por José Ramón Fernández y por Lavelli, es una comedia sobre la prosperidad desaprovechada, el estreñimiento crónico de la cartera y el poder del dinero. En el montaje de empaque operístico presentado por el Théâtre National Populaire en Barcelona, hace 10 años, Roger Planchon hacía de su protagonista un hombre de negocios presto a desembarazarse de sus hijos para rehacer su vida. El de Gábor Zsámbéki con el Teatro Katona József de Budapest, ambientado en un universo paupérrimo, oscuro y opresivo, se inundaba de luz paradisiaca en un fantástico giro postrero al fluir el amor y el parné: cuando su protagonista afloja el puño, vuelve a latir el corazón colectivo. De tan disímiles, estos dos avaros parecían de autor diferente.
El de Lavelli tiene cierto aire atemporal, por el acabado de los paneles rodantes dispuestos por Ricardo Sánchez-Cuerda, el maquillaje blanco que aplana los rasgos faciales del elenco y por algún anacronismo intencionado del vestuario imaginativo y con sabor de época de Francesco Zito. El director argentino le ha dado un pequeño toque comédie-française, con esos telones rojos que enmarcan la primera escena, pero, sobre todo, ha impreso en sus intérpretes una manera de moverse antinaturalista, no necesariamente afarsada. Su braceo parece traducir libremente en lenguaje gestual un estado de ánimo no reflejado en sus rostros.
El reparto, salvo excepciones, no acaba de interiorizar su estilo. Lo hacen suyo Javier Lara y Rafael Ortiz, que vuelven lo artificioso orgánico. Otros, ejecutan sin entrañarlo lo que la dirección les marca. Juan Luis Galiardo tiene peso y carácter como para ser Harpagón y medio: lo es de verdad sólo en la escena del equívoco, donde su hijo y él, engañados por un tercero, creen que el otro le cede definitivamente a Mariana, la joven que se disputan, y se lo agradece infinito. Es la escena más cómica, la que mejor está en tempo y tono de un montaje falto de ritmo interior. Admiramos a Lavelli en Eslavos y, especialmente, en La hija del aire, donde le cogió a Calderón su justo punto trágico y condujo a Blanca Portillo a su mejor interpretación. En este su primer combate con Molière, reconocemos su juego de piernas, pero no su pegada: quizá no ha sabido encontrarle el hígado a la obra.
La segunda comedia más representada de Molière tiene muchos atractivos per se, más tiempos de crisis: en su curso se hacen préstamos con dinero de terceros a interés doble, se habla de beneficios y réditos y se hace un vivo retrato robot de la codicia, rasgo de carácter que nos hermana con las urracas. Para que cale, falta leerla desde un lugar más definido, madurar la interpretación y limpiar algún gesto con el que Galiardo comenta lo que acaba de decirnos de viva voz.
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