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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Bocado de ángel

Manuel Rodríguez Rivero

Vuelven los ángeles. Legiones de ellos. Y en todas sus categorías: la de los altos consejeros celestiales (serafines, querubines, tronos), la de los gobernadores y administradores de lo alto (dominaciones, virtudes, potestades), la de los mensajeros divinos más o menos de a pie, aunque también fuesen creados con alas (principados, arcángeles, simples ángeles). Pero, sobre todo, vuelven los ángeles caídos, aquellos que echaron a perder su carrera y ahora exhiben su estupefaciente belleza, su enfermizo erotismo desencantado que les incita -como a los nephilim del apócrifo libro bíblico de Enoch- a aparearse con las mortales más jóvenes y bellas, como si en ellas pudieran hallar la otra parte de una naturaleza tan incompleta como añorada. Como sabemos desde Rilke, todo ángel es terrible. Pero los que cayeron son, además, un espejo. Y, ahora, un negocio.

Los que protagonizan la nueva literatura para adolescentes pueden ser también héroes que combaten a los villanos

En realidad, nunca se fueron del todo. Lo demuestra su obstinada presencia en multitud de manifestaciones de la cultura desde hace tres milenios. Forman parte de todas las mitologías y de (casi) todos los cultos. Y, claro, de las tres religiones monoteístas: se les aparecieron a Abraham, a Moisés y a los profetas de la Torà, le anunciaron el embarazo a María, se le manifestaron (incluso para tentarle) al mismísimo Cristo, le dictaron a Mahoma el libro sagrado de los musulmanes. Siempre estuvieron aquí, entre nosotros (y no sólo nuestro particular ángel de la guarda). Pero ahora se hacen presentes con renovada fuerza, convocados a la vez por el Papa y por la industria cultural. Los sacerdotes también son ángeles, explicaba el Santo Padre en la oración pascual Regina Coeli, confirmando a los (hoy) vapuleados clérigos católicos en el oficio de mensajeros de Dios. Y, simultáneamente, los convoca Hollywood, que ve en ellos una fuente de beneficios de la que ya ha bebido la industria editorial.

En una época como la nuestra, en la que los mitos y valores de la adolescencia (también los imaginarios) han impregnado territorios antes reservados a la edad adulta, la cultura popular se complace en aprovechar (y manipular) para sus productos de consumo elementos procedentes de las mitologías y de las religiones establecidas. Para el débil sucedáneo religioso que se vende en nuestro globalizado hipermercado espiritual, el sincretismo es la norma no escrita del éxito. Tras los vampiros (entre los últimos en llegar abundaban los buenos, como demostró la saga Crepúsculo y sus secuelas), que han protagonizado muchos de los grandes éxitos de la literatura de los llamados "jóvenes adultos" (y de muchos no tan jóvenes, que también consumen la llamada lit-bit o literatura "mordisco"), llega el gran momento de sus primos ángeles, tan parecidos a los no-muertos que casi no se les distingue.

De acuerdo con el Catecismo, todos los ángeles fueron creados buenos, pero algunos se hicieron malvados por su cuenta. Milton lo cuenta en su Paraíso perdido, legándonos la más fascinante, enigmática y atormentada versión literaria del caído Lucifer (el-que-lleva-la-luz). El lema publicitario de Legión, el thriller post apocalíptico de Scott Stewart (estreno en España en mayo) que ha relanzado la angelogía popular en Estados Unidos, advierte: "la última vez que Dios perdió la fe en el hombre, envió el diluvio; esta vez ha enviado ángeles". Pero los malvados y caídos no son los únicos que vienen a visitarnos. Los que protagonizan la nueva literatura para adolescentes (véase, por ejemplo, Oscuros, de Lauren Kate, publicada por Montena) pueden ser también héroes que combaten a los villanos. Y que viven y luchan (y seducen y aman), en ese último avatar de la literatura popular en que se han mezclado la novela romántica, el relato gótico y un fondo nada sofisticado de imaginería pagana y nuevas tecnologías electrónicas. El objetivo: los jóvenes lectores y, de modo muy especial, las lectoras. Aquí están los ángeles de nuevo cuño. Ahora toca dejarse morder por ellos.

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