Matas
Políticamente hablando, esta Semana Santa ha estado marcada por el enjuiciamiento del ex ministro y ex presidente autonómico balear Jaume Matas por múltiples imputaciones relacionadas con delitos de corrupción. Y no se sabe qué sorprende más, si la magnitud desmedida de tan vergonzosas acusaciones, la imprudencia temeraria que demostró Matas al incurrir en sus presuntos delitos, el silencio de su jefe de filas (y ex compañero de Gobierno) Mariano Rajoy ante un escándalo que afecta directamente a su partido o la inicial renuncia de la Fiscalía de Baleares (y del fiscal general del Estado) a investigar los indicios delictivos contra Matas, pretendiendo archivar una causa que afortunadamente el juez de instrucción ha terminado por iniciar.
Bien está que PSOE y PP acuerden por consenso reformas legales contra la corrupción
Demasiadas sorpresas éstas, que aún podrían después incrementarse según cómo discurra en el futuro su procesamiento, sin que quepa descartar, a la luz de los recientes precedentes del caso Camps y del caso Gürtel, que termine por quedar reducido a casi nada si se anulasen las pruebas de cargo por defectos de forma o vulneración de garantías.
Y lo peor del caso Matas es que viene a sumarse a un largo rosario de otros casos también relacionados con la corrupción, tanto a escala municipal (con numerosos procesos abiertos en múltiples ayuntamientos de todos los colores ideológicos) como autonómica (pues el caso Gürtel afecta a las comunidades de Madrid, Valencia, Galicia y Castilla y León, además de los otros casos que se siguen en Canarias, Murcia, Baleares, Cataluña y Euskadi) y gubernamental (si tenemos en cuenta que el caso Gürtel se inició bajo el mandato de Aznar, según revela el ejemplo de la boda escurialense de su hija, por no hablar de otros casos mucho más lejanos surgidos bajo los distintos Gobiernos de González). De ahí que cunda la percepción ciudadana de que existe un clima de corrupción generalizada, según demuestran los sondeos demoscópicos, como el último publicado por el CIS la semana pasada, que elevan a la clase política al tercer rango de preocupación (tras el desempleo y la crisis económica, pero por delante del terrorismo y la inmigración) entre los peores problemas que afectan a los españoles.
Pero esta creencia podría ser infundada, pues afortunadamente lo que crece no es tanto la corrupción política como su persecución judicial, desde que la Fiscalía del Estado ha incrementado los recursos materiales y humanos dispuestos a investigarla. Pero aunque no sea del todo cierta, lo peor es que esta percepción de impunidad política ha terminado por traducirse en otro clima todavía más preocupante de tolerancia ciudadana con la corrupción, como demuestra que se reelija una y otra vez a demasiadas autoridades locales penalmente enjuiciadas. Algo que podría suceder también a escala estatal si, como parece, a causa de la crisis gana las próximas elecciones generales el principal partido de la oposición, políticamente responsable de los más recientes escándalos de corrupción comentados en esta columna.
Al parecer, quizás alertados por las encuestas del CIS que revelan la desafección ciudadana con la casta política, nuestros dos principales partidos se disponen a pactar una serie de reformas legales encaminadas a combatir la corrupción, destacando tres tipos de medidas: la sustitución de políticos por técnicos en materia urbanística, la supervisión mediante auditorías externas y la garantía de transparencia. Bienvenidas sean esas reformas pero cabe desconfiar de que cumplan sus objetivos si, como es de temer, la supervisión técnica fuera escogida por las propias autoridades a supervisar. Según sostiene el administrativista Alejandro Nieto, y según confirma también la célebre ecuación de Klitgaard sobre la corrupción, es imprescindible que esa supervisión externa sea independiente y actúe de oficio, tal como ocurría con el antiguo cuerpo estatal de interventores municipales.
Por lo demás, bien está que PSOE y PP acuerden por consenso reformas legales contra la corrupción, pero entre tales reformas habría que incluir también el Código Penal. En efecto, la causa última de la corrupción es la financiación ilegal de los partidos, que entre nosotros sólo es sancionada por un órgano administrativo (el mal llamado Tribunal de Cuentas nombrado por los propios partidos) pero no está tipificada como delito, como reclama sin éxito una y otra vez la Fiscalía del Estado en su informe anual (y como también exige el Grupo Europeo contra la Corrupción). Actualmente, se tramita en las Cortes la reforma del Código Penal para endurecerlo todavía más, pero el PSOE y el Partido Popular siguen rechazando de mutuo acuerdo la iniciativa propuesta por la izquierda parlamentaria de tipificar como delito la financiación ilegal de los partidos. ¡Valiente consenso!
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