El padre Jaime
En estas fechas de recogimiento y devoción he descubierto que un cura abusó de mí. Y de toda mi promoción escolar. Lo llamábamos padre Jaime y, cuando yo tenía 10 años, ya era el más viejo del colegio. Guardaba en su oficina los tableros de ajedrez y las pelotas de basketball. Y si necesitabas algo de eso, siempre lo encontrabas dispuesto a jugar.
Antes de dejarte usar los juegos, el padre Jaime quería saber si te habías portado bien. Te sentaba en sus rodillas. Te palmeaba los muslos. Te acariciaba el cuello. Te llamaba "mi currinchín". Tú le contabas tus pecadillos, la mayoría de ellos bastante inocentes, y tratabas de pasar el trámite tan rápido como fuese posible. Al menos no olía mal. Su aliento olía a dentífrico, y cuando estabas tan cerca de él, percibías que tenía la piel muy delgada y arrugada, como un papel mojado.
Te sentaba en sus rodillas. Te llamaba "mi currinchín". Te palmeaba los muslos
Las costumbres del padre Jaime no eran ningún secreto en el colegio. Todos las sabíamos, y hacíamos bromas sobre ellas. Si el padre Jaime te llamaba a su oficina, el resto del salón gritaba entre carcajadas: "¡Te va a meter mano!". Algunos de mis compañeros lo imitaban diciendo "vengan, mis currinchines".
Los otros curas tampoco consideraban grave su comportamiento:
-Pobre padre Jaime -decían-. Con la vejez se le ha descontrolado la libido.
Eso era todo.
No sé si el padre Jaime llegó más lejos con alguno de mis compañeros. De hecho, hasta que no se han hecho públicos los escándalos sobre pederastia en Alemania, Estados Unidos e Irlanda, ni siquiera pensé que hubiese hecho algo especialmente malo. Tampoco había vuelto a escuchar las justificaciones de los curas hasta que las oí en boca del Papa.
Cuando la agresión viene de un entorno en el que confías, no sabes que está mal. Si pones una denuncia, la autoridad eclesiástica pide comprensión para el agresor. Confrontada ante la evidencia, la llama "murmuración". No muestra ningún remordimiento ni arrepentimiento. Pero los escándalos de estas semanas han servido para que las víctimas sepan que son víctimas. Y ése es el primer paso para que puedan defenderse.
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