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Columna
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Identidades con cuernos

Francesc Valls

Las corridas de toros en Cataluña parece que están llegando a su fin inducido, vía Parlament, o natural, por falta de afición. Pero en Madrid han sido convertidas en bien cultural. Definitivamente, la ganadería brava enfila hacia dehesas repletas de alcornocales nacionalistas. La irrupción de Esperanza Aguirre en el debate sobre la prohibición de las corridas de toros en Cataluña lo ha provocado. Y además, ha conseguido que muchos indiferentes ante los espectáculos taurinos tomen posición política a la contra, al convertir con su actitud la fiesta de los toros en una suerte de salvoconducto de españolidad que solo expiden en la madrileña calle de Génova, la sede central del PP. No es un gesto nuevo. Desde la televisión pública e institucional de Madrid se han lanzado campañas contra el consumo de cava, en respuesta al dirigente de un partido independentista catalán que, en calidad de tal y no de otra cosa, había arremetido contra la celebración de los Juegos Olímpicos en Madrid. Ahora, nuevamente, Aguirre se ha puesto el mundo por montera y con su ejército mediático ha vuelto a la carga. En un ejercicio de liderazgo que quizá Mariano Rajoy debería analizar detenidamente, la presidenta de la Comunidad de Madrid ha banderilleado a la opinión pública, auxiliada por los atentos monosabios del Gobierno valenciano, y ha situado la polémica en el terreno de la confrontación entre Cataluña y el resto de España.

Aguirre ha situado el debate sobre las corridas de toros en el terreno de la confrontación entre Cataluña y el resto de España

Hay nacionalismos separatistas que nacen como respuesta a los nacionalismos separadores, decía Castelao en referencia a España. Prescindiendo de la dialéctica entre origen y causa y en disquisiciones sobre la gallina y el huevo, el padre del galleguismo cultural sí acertó al establecer unas categorías perfectamente válidas hasta el día de hoy. Lo que ha hecho Esperanza Aguirre ha sido marcar los dos terrenos y con su actitud políticamente temeraria ha tomado posesión de la finca de los separadores. Durante la tramitación de la iniciativa legislativa popular -promovida por un colectivo de exclusiva obediencia animalista-, los grupos nacionalistas del Parlament -CiU y ERC, por un lado, y el PP, por otro- han rehuido los criterios de españolidad en los debates. Es absurdo negar que bajo las argumentaciones políticas subyace un fondo nacionalista, en un sentido u otro. Pero en la Cámara catalana nadie lo ha explicitado durante las sesiones. Podrá opinarse que se trata de un ejercicio de cinismo. Pero quizá haya quien crea que es de responsabilidad y madurez para evitar una confrontación de identidades. En el Parlament, esta misma semana, se han expresado en castellano detractores de los toros como Jorge Wagensberg y Jesús Mosterín. En francés defendió los toros el alcalde, comunista, de Arlès y en catalán hizo lo propio Salvador Boix, apoderado del diestro José Tomás. Han sido unas comparecencias con gran pluralismo que han suscitado interés y respeto por parte de la opinión pública.

No se equivoca, sin embargo, quien vea asomar los bigotes del nacionalismo en el blindaje de los correbous de las tierras del Ebro, aprobado por el Parlament hace unos días. En defensa de las esencias nacionales, tanto ERC como CiU argumentaron que en esos festejos callejeros el animal no es sacrificado. Con ello evitaron que la prohibición de las corridas se extendiera por simpatía animalista a una "tradición catalana". Y sobre todo, salvaron del engorro a sus diputados en aquellas comarcas, que se habrían visto en un brete al tener que votar contra las corridas de toros sin haber puesto a salvo los bárbaros correbous.

El debate de la iniciativa legislativa popular en el Parlament contra las corridas ha sido un ejemplo de libertad de expresión y responsabilidad que se ha mantenido voluntaria y activamente fuera de los contornos de la confrontación identitaria. Esperanza Aguirre ha decretado el fin del tercio de banderillas y ha llevado el debate al terreno del estoque, que nadie quería en Cataluña y que, seguramente, en el resto España nadie necesita. Bueno, al parecer, casi nadie.

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