Demasiado educados
Uno de los elementos que hacen reconocibles a los artistas que tienen significado dentro de una época y un contexto es su capacidad para modificar los usos y costumbres de sus audiencias. Vampire Weekend, acaso una de las bandas que más útiles nos serán en un futuro, cuando queramos explicar el tránsito entre las dos primeras décadas del siglo XXI, aún no han logrado transmitir sus valores morales y estéticos a sus audiencias. Una pena, pues significaría eso que nadie olería a sudado en los conciertos y todo el mundo bailaría en dos dimensiones, consciente de que, vale, esto no es la ópera y el pisotón y la comida de oreja accidental van con la entrada, pero tampoco hace falta actuar como si fuéramos un pueblo aún pendiente de romanizar. Más si hemos venido a ver a la banda más educada del pop actual.
VAMPIRE WEEKEND
Sala Penélope (Barcelona),
27 de febrero
Público: Lleno
Enfundados en sus uniformes de universitarios de buena familia en un día en que se sienten rebeldes y dejan el cardigan de Ralph Lauren en casa -sólo el batería rompe la norma escrita de los neoyorquinos de no llevar camisetas y aparece con una de manga larga del Tottenhan de hace un par de temporadas-, Vampire Weekend saltan (literalmente) al escenario de esta extraña sala del Poble Espanyol y atacan, del tirón, White sky y Holiday, dos de los temas de su brillante segundo disco. La audiencia se debate entre la adoración y el escrutinio al que deben verse siempre sometidas las bandas cool. Al final de la velada, lo primero habrá vencido por goleada y hasta el más elusivo censor con gafas de pasta cometerá crímenes contra el ideario de lo molón, saltando (A punk) o respondiendo los cánticos del cantante, Ezra Koening (Blake's got a new face), al más puro estilo concierto de artista del pueblo.
Con un ideario heredado del Paul Simon de Graceland, pasado por el barniz arty de Peter Gabriel y gestado en la globalización indie blog, estos ex alumnos de la Universidad de Columbia han sido acusados de saquear la tradición musical contemporánea africana y aguarla hasta hacerla digerible para todos aquellos que tienen el estómago para ver realidades distantes sólo a través del turismo. Adscritos en la liga de los que se suponen inteligentes, un valor tan extraño en el pop que es elevado a categoría, Vampire Weekend son los más listos de la clase, pero también los más divertidos y, desde este rincón, hasta los más guapos. Cousins es un arrebato de pop epiléptico, Oxford coma es un alegato anti esnob casi invencible, Giving up the gun posee todos los elementos que convierten a una canción en algo más allá de lo musical y Taxi cab es algo tan pequeño y achuchable que dan ganas de subir al escenario y abrazar algo. Por ejemplo, las dos lámparas de araña que cuelgan del techo condenadas a la asimetría debido a la peculiar arquitectura del espacio. O al cartel de la banda, que está colocado como deben colgar los cuadros en las casas de los bizcos. Más allá de este interiorismo efímero mal resuelto, a pesar de la falta de rodaje que se nota en algunos temas nuevos y de la insistencia de algunos asistentes en seguir narrando su vidas en los conciertos, los neoyorquinos terminan ofreciendo un concierto casi impecable. Pero no lo suficientemente revelador como para convertirlos en modelo o incluso en espejo. Van por el camino, pero aún les falta algo para trascender los musical y adentrarse, a flequillazos, en lo social.
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