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Columna
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Luces de la ciudad

Vicente Molina Foix

He sabido por este periódico que vivo en un edificio sujeto a la ilegalidad. De momento, según las mismas fuentes, no corremos peligro sus inquilinos de ser llevados ante la justicia, pero con el Consistorio uno nunca puede estar del todo seguro. Por ejemplo: a mí mismo aún no me ha pasado, pero he oído de casos desgarradores de amenaza y multa de personas por introducir un desecho orgánico en una cavidad indebida, la reservada exclusivamente para la basura del cristal.

Alarmado así pues por la noticia, me he asomado a la ventana de mi casa y he visto florecer, con la nueva información que el reportaje firmado por Daniel Verdú ponía en mi mano, una bonita cantidad de edificios cuyos moradores, si no son lectores de prensa o no siguen al día las ordenanzas municipales, tal vez ignoren su condición. En un primer vistazo en rededor he contado cuatro posibles sujetos ilegales: un concesionario de automóviles, una firma inmobiliaria, una producción cinematográfica y la mismísima UGT. Todos presuntamente fuera de la ley.

Somos ilegales porque sostenemos en la cima de nuestro edificio un anuncio luminoso

Recapitulemos. La nueva Ordenanza de Publicidad Exterior. El nombre es sugestivo, hay que reconocerlo, sobre todo si se piensa en una alternativa de indudable enjundia, la Publicidad Interior, o, lo que es casi lo mismo, el alma de la publicidad (caso de tenerla). Estamos ahora en el cuerpo, en todo caso. El Ayuntamiento de Madrid dictó o promulgó o implementó, que es lo que más se lleva ahora, esa Ordenanza hace un año, con el objetivo de acabar con neones, placas, cartelones a fachada entera y demás artilugios de propaganda comercial, incluyendo, a escala humana, los hombres-sándwich, que tanta polémica despertaron hasta que, tras la oportuna queja de la mismísima Esperanza Aguirre (nadie le gana a ella en casticismo), se revocó el epígrafe que les prohibía pasearse, permitiéndoles ahora de nuevo circular por las calles anunciando un restaurante barato o un comprador de oro, del mismo modo que se dejan otros vestigios de la esencialidad madrileña: los majos y las majas, los isidros, las mascotas, cerditos y hámsters en la fiesta de San Antón.

Para no incurrir en acusaciones de totalitarismo, la corporación que preside el alcalde Ruiz-Gallardón dio un año de margen para examinar otros casos de anunciamiento ilegal no semoviente, y ahora parece estar llegando la hora de la verdad municipal. La Concejalía de Medio Ambiente ha dedicado "parte de su tiempo en el último año" a inventariar todos los soportes publicitarios de nuestra capital, para intentar "poner orden en un paisaje feo, en el mejor de los casos, e ilegal en una cifra muy considerable" (cito a Daniel Verdú). Pues bien, de ese indiscutible trabajo de campo en la ciudad, se ha deducido que 431 de los 1.503 rótulos existentes no cumplen con la susodicha ordenanza, habiendo procedido el Ayuntamiento, por vía ya ejecutiva y no meramente reflexiva como en el último año, a retirar 223, en un desglose que el reportero de nuestro periódico enumera con un detalle que es de agradecer: 59 vallas, 51 monopostes, 50 lonas, 39 paredes medianeras y 24 rótulos sobre edificios. Aquí entro yo.

He descubierto en la lectura del reportaje la palabra monoposte, que no por comprensible me resulta menos exótica: como nombre de servidor de un maestro masónico en una ópera de Mozart. La ilegalidad en lo que yo y mis vecinos vivimos no es monoposte, sino de otro género, decididamente -dada la promiscuidad en ascensores y rellanos de los cientos de vecinos que aquí habitamos- poliposte. Pues de eso se trata: somos ilegales porque sostenemos en la cima de nuestro alto edificio un poste enorme, con un anuncio luminoso que se enciende en cinco fases anunciando una compañía aérea que, pese a ser de bandera, ¡de nuestra bandera además!, incurre en presunto delito. Sabemos que las farmacias seguirán infundiendo la esperanza de alivio con sus crucecitas verdes iluminadas, y que los cines y los hoteles también podrán lucir sus servicios, aunque en horario restringido y con baja intensidad, que es lo que ya tienen ahora en cuanto a frecuentación del personal. De los rótulos de alta intensidad que destacan en las calles de Madrid sólo cuatro han sido exonerados de la condena dictaminada por el ayuntamiento: el Schweppes del Capitol, en Gran Vía, el Tío Pepe en Sol, el BBVA en el hermoso edificio de Sáenz de Oiza en Castellana y uno de Firestone en O'Donnell poco recordable. El indulto es por su valor simbólico y sentimental, lo que significa un duro golpe para aquellos de nosotros que llevamos en algún caso más de 30 años bajo un cartel visible en toda la ciudad pero no por ello indultable.

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Vivir en Madrid, tan ruidosa, incómoda y de mobiliario urbano tan berroqueño (último ejemplo: los bancos y alcorques elevados de la plaza de Santa Bárbara) ya era duro. Y ahora quieren quitar esa pequeña ascua de alegría que, al levantar los ojos del rudo suelo, nos dan las luces de la ciudad.

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