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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Mecánica popular

Manuel Rodríguez Rivero

Cuando yo era chico, las cosas tenían arreglo. Se les daba siempre una segunda oportunidad (y, a menudo, una tercera). Y, cuando ya no daban más de sí, se arrojaban a la basura con duelo, resignándonos a su indefectible mortalidad. Entonces se cogían puntos a las medias -me fascinaban los sencillos aparatos en los que se reparaban las carreras y desgarros de aquellas finísimas prendas de nailon que protegían las piernas de mi madre-. También se zurcía la ropa (reparen en el verbo: morirá pronto), que era cara y no se fabricaba lejos; y las modistas de barrio hilvanaban arreglos en los viejos vestidos para adaptarlos a la moda de la temporada. Incluso se restauraban los calcetines de los chicos, introduciendo en ellos un falso huevo para tensarlos y facilitar el recosido de puntas y talones.

Ahora, en uno de esos dramáticos movimientos pendulares de la vida social, nos llega, como última tendencia, la nueva austeridad

En aquel tiempo se recurría a los caldereros para que restañaran los cacharros; se sustituían las lámparas agotadas de la bendita radio; se componían los enchufes quemados de las planchas; se llevaban los paraguas a establecimientos lejanísimos para que les cambiaran las varillas. Entonces los zapateros "remendones" -un clásico de la literatura romántica y social- se encargaban de componer las suelas de los zapatos, prolongando eficazmente la vida de un calzado cuya compra había que planificar en el presupuesto familiar. En aquella época nos enseñaban a apagar la luz al salir de las habitaciones, a no tirar nunca el pan, a forrar los libros de texto que tendría que usar nuestro hermano, a devolver en la tienda los "cascos" de las botellas de refresco.

La obsolescencia de las cosas estaba inscrita en su naturaleza, no venía programada por los fabricantes. Recuerdo que el primer frigorífico que entró en mi casa fue un Westinghouse con la puerta abombada como el vientre de una elefanta preñada. Quince años más tarde, cuando mi madre se desprendió de él por cansancio, seguía funcionando. Su sustituto vivió cinco años, dos más de media que cada uno de los seis ordenadores que he desechado desde que dejé de cargar la pluma en el tintero o cambiar la cinta de la Underwood.

La riqueza trajo bienestar, pero también despilfarro. Ahora, en uno de esos dramáticos movimientos pendulares de la vida social, la confluencia de la crisis financiera y la preocupación por el medio ambiente nos ha traído, como última tendencia, la nueva austeridad. Los economistas advierten que la gente se reprime de consumir y prolonga la vida de las cosas, lo que no resulta bueno para el despegue de la economía. El reciclaje de lo antes desechable se ha convertido en la consigna: incluso en moda, que enlaza perfectamente con la obsesión por lo vintage, la (joven) antigüedad de valor.

Pienso en ello mientras reparo en que los cubanos deben de hallarse en la vanguardia del mundo en lo que a reciclaje se refiere. El bloqueo forzado, el aislamiento, la economía estatalizada y la escasez de piezas de recambio les ha forzado a desarrollar admirables habilidades mecánicas. Su flota de automóviles es arqueológica, pero funciona. Como sus longevas teles y máquinas de coser y cocinas. Se diría que sus viejísimos aparatos son zombies tecnológicos resucitados y sometidos a cuidados intensivos. No pretendo frivolizar: sé que esa destreza restauradora es un efecto secundario (la necesidad obliga) de la ausencia de mercado libre (en el que abundan las cosas y se despilfarran) y de libertades democráticas, pero saber reparar lo que no funciona es, sin duda, una ventaja, sobre todo en los tiempos que corren. Allí no se tira nada porque no puede sustituirse, y las cosas duran más allá de la fecha de caducidad programada. Aquí se tiran antes de tiempo para comprar otras: eso contribuye a nuestro crecimiento económico y a crear empleo. Consumir (se necesite o no lo que se compra) produce riqueza. Al menos hasta que llegue otra crisis financiera (por otros despilfarros) y todo vuelva a empezar. Tengo que ponerme a estudiar teoría económica. Y un poquito de mecánica.

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