El diablo y Robert Johnson
Pasan los Grammy. La cobertura televisiva lo reduce a una pasarela de divas, pero también tienen contenido musical: la Academia aprovecha para reconocer artistas que quedan por debajo del radar mediático. Así, se entregó un premio especial a David Honeyboy Edwards, una forma simbólica de saldar la inmensa deuda de la industria con Robert Johnson y demás gigantes del delta del Misisipi. Con 94 años, Honeyboy es uno de los últimos supervivientes de la consolidación del blues rural, cuyo ADN refuerza buena parte del rock y el rap.
Simultáneamente, salta a la Red una noticia también conectada con Robert Johnson: ¡el cruce de caminos está en venta! Exacto, la encrucijada donde se supone que el bluesman prometió su alma a Satanás, a cambio de poderes musicales. Se trata de un terreno en la intersección de las autopistas 61 y 49 en Clarksdale, pueblo de Misisipi que vio crecer a John Lee Hooker o Muddy Waters. Pero es Robert quien hoy encarna esa música profunda.
Alardeamos de racionalidad a la vez que aplaudimos los mitos de otras culturas
El personaje es tan irresistible como misterioso. Se conserva el certificado de defunción de 1938, donde no se especifica -hay versiones para elegir- si le envenenó una mujer celosa, un marido cornudo o simplemente bebió un licor casero particularmente tóxico. No conoció la fama, nunca vio su nombre en un cartel, no tuvo manager. Pero los grupos británicos (Cream, Rolling Stones) se decidieron a recrear sus temas en los sesenta. La bola comenzó a rodar hasta que en 1990 se publicó una caja, las Complete recordings, que ha despachado casi un millón de copias.
El Ayuntamiento de Clarksdale, necesitado de turismo, bendice la idea de desarrollar un modesto parque temático, con su hotel y su tienda. Pero no tiene capacidad económica para semejante inversión ni, desde luego, la voluntad de gestionar la atracción. El propietario se ha cansado y pide 350.000 dólares; el comprador podría construir el Robert Johnson Park, pero también una iglesia, un supermercado o residencias unifamiliares.
Entre los amantes del blues han surgido vigorosas protestas. Discúlpenme, pero Misisipi está lleno de lugares donde los vecinos aseguran que allí, precisamente allí, ocurrió aquella transacción. Por el contrario, no hay referencias al diablo en Crossroads, la más difundida de las canciones de Robert (sí en otros temas de su exigua discografía). Pero la historia ha inspirado películas como Cruce de caminos, de Walter Hill (1987); también se la menciona en la memorable O brother! (2000), de los Coen.
Alguien oyó campanas: otro bluesman, Tommy Johnson, sí presumía de haber negociado con Lucifer. Todo proviene del rumor de que, inicialmente, Robert era un músico mediocre. Hacía 1930 se retiró y, un año después, reapareció tocando como un maestro. Testigos supersticiosos (¡o bromistas!) lo atribuyeron al famoso pacto, pero probablemente se dedicó a practicar. Un candidato a mentor es Ike Zimmerman; según sus descendientes, Ike y Robert iban por la noche a cementerios para ensayar.
Perdonen mi incredulidad: cuesta imaginar a dos músicos negros tocando en un cementerio, en el Sur de los años treinta. Pero resulta una imagen tentadora, como la del bluesman citando al diablo en una confluencia de carreteras. Lo cierto es que alardeamos de racionalidad a la vez que, condescendientes, aplaudimos los mitos de otras culturas.
Johnson estaba dotado para su instrumento: en las fotos se le ven dedos largos y finos. Según Keith Richards, en primeras escuchas pensaba que participaban dos guitarristas. Sin embargo, no era depositario de dones divinos o diabólicos: bastantes de las 29 canciones que registró circulaban por el delta e incluso ya se habían grabado.
Ni Robert Johnson era un artista único ni se alió con ningún demonio. Pero, como recordaba El hombre que mató a Liberty Valance, cuando la leyenda supera a la realidad, hay que publicar la leyenda.
Babelia
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