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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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Humanitarismo y política

Josep Ramoneda

Me cuenta un amigo francés que le han pasado a la firma un manifiesto contra la intervención de Estados Unidos en Haití. El documento asegura que Obama no ha mandado a sus soldados a ayudar a los haitianos, sino a proteger determinados lugares estratégicos. La capacidad de percepción de los abajo firmantes es realmente extraordinaria. El manifiesto se escribió cuando apenas habían empezado a llegar los primeros yanquis. Ahora, a la rapidez de reacción la llaman imperialismo. La política genera enfermedades crónicas, pasan los años y no se les encuentra remedio.

Toda catástrofe tiene sus coordenadas geopolíticas. Obama necesitaba un gesto con América Latina, a la que ha tratado con cierto descuido, y necesitaba también encontrar algún espacio para la movilización nacional que no pudiera ser contaminado por la brutal campaña conservadora contra él. El terremoto de Haití se lo ha dado. Y el presidente ha actuado con la urgencia que requería el caso. EE UU ha llegado primero, porque está más cerca, porque tiene mayor capacidad de movilización de grandes recursos técnicos y humanos, por una voluntad política clara de su presidente y porque Naciones Unidas, que ya ha fracasado estos años intentando tutelar Haití, no estaba, una vez más, en condiciones de asumir el reto. ¿Qué necesita Haití? Seguridad y capacidad logística para distribuir las ayudas. EEUU tiene personal y helicópteros para hacer las dos cosas. La ONU sólo tiene la impotencia. Y Europa se pelea incluso para decidir quién tiene que viajar a la isla.

La iniciativa americana ha provocado celos en París, porque las potencias coloniales -mitad melancolía, mitad culpabilidad- parecen creer que disponen de un derecho preferencial a la asistencia de sus antiguos territorios. Es la inevitable dimensión política de la ayuda humanitaria, que llevaba siempre sello nacional: prioridad a los compatriotas afectados por el terremoto (lo primero que hace todo Gobierno es repatriar a los suyos, es decir, jerarquizar las víctimas), consolidación de lazos de influencia y atención permanente a la opinión pública propia. Por eso cuando las cámaras de televisión se retiran, porque las catástrofes también pasan de moda en unas sociedades con tanta bulimia informativa como las nuestras, las ayudas decaen rápidamente.

Haití es una nación que carece de un Estado capaz de cumplir las funciones más elementales: controlar la violencia y garantizar las necesidades básicas. Para que la reconstrucción de este país sea realmente posible hay que encontrar alguna fórmula que legitime, ordene y garantice la intervención internacional que, sin duda, deberá continuar después de la asistencia humanitaria de urgencia. Dada la probada incompetencia de Naciones Unidas para gestionar estas situaciones, habrá que inventar alguna fórmula. A una catástrofe fuera de lo común, una respuesta fuera de la norma. Régis Debray propone que se cree para Haití el estatuto de "pupila de la humanidad". La idea viene por analogía de los "pupilos de la nación" que Francia instauró después de la guerra: los descendientes de las víctimas del conflicto bélico tenían derecho a la protección moral y a la ayuda material del Estado hasta la mayoría de edad. Éste sería el paraguas para que los países más ricos del mundo entreguen, durante los años que se convenga, una contribución financiera excepcional, cuyo uso sería controlado por una comisión mixta de donantes y beneficiarios. El tufillo paternalista de la propuesta no la hace menos digna de consideración. Puesto que la ayuda humanitaria es política, corresponde darle una cobertura legal que ofrezca garantías y disipe dudas. Pero ahora sobre todo lo que se necesita es cooperación y coordinación. Los recelos sólo lastran la eficiencia.

Precisamente estos días en que el drama de Haití está en todos los medios de comunicación, el presidente Zapatero ha tenido que recordar que "no está dispuesto a admitir que en España haya seres humanos sin sanidad ni escuela". Esto es exactamente lo que hubiese ocurrido de llevarse a cabo la disposición de la mayoría municipal de Vic y de los partidos que la apoyan de no empadronar a los inmigrantes ilegales. Y que ahora el Ayuntamiento rectifica por imperativo legal. Pero PP y CiU ya han aprovechado la circunstancia para organizar una montonera electoral, por el mísero botín de arrancar unos pocos votos a los miedos de la gente. Y a riesgo de provocar una conflictividad social que, a juzgar por las encuestas, está más en las mentes de algunos políticos que en las personas. Para los ciudadanos de Vic, la inmigración no está entre sus principales inquietudes. Incluso los problemas de aparcamiento les preocupan más. Las imágenes de Haití en los telediarios dan un inesperado telón de fondo a este lamentable oportunismo electoralista.

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