Una lectura algo positiva de Copenhague
No hubo acuerdo universal. Pero la breve declaración de principios y compromisos de EE UU y China, los principales emisores de gases, supone reconocer la realidad geopolítica. Podría construirse a partir de ahí
Aunque degeneraran en una trifulca, las reuniones sobre cambio climático celebradas en Copenhague el pasado diciembre, constituyen uno de los acontecimientos clave del año 2009. Se suponía que esos encuentros debían fijar un "acuerdo global" que habría de ser firmado por todos los países participantes en la cumbre. Pero no fue así, como es sabido. El único resultado tangible de las negociaciones fue el denominado "Acuerdo de Copenhague", una breve declaración de principios y compromisos, elaborado por un reducido conjunto de Estados.
En líneas generales, inmediatamente después de concluida la cumbre los analistas ofrecieron dos tipos de respuestas a sus resultados. Algunos argumentaron de la siguiente manera: "Bueno, no es para nada lo que esperábamos, pero tenemos que buscarle la parte positiva y sacarle el máximo partido a esta chapuza". Otros analistas, la gran mayoría, proclamaron que la conclusión de Copenhague era catastrófica.
También puede lucharse contra el cambio climático con acuerdos bilaterales y multilaterales
La Unión Europea debería desempeñar un papel clave y, a ser posible, de vanguardia
Mi reacción es diferente a esas dos. En mi opinión, puede que el mundo, sin darse cuenta, se haya topado con la forma más esperanzadora de comenzar realmente a contrarrestar el cambio climático, en lugar de limitarse a hablar sin cesar de cómo hacerlo. No es éste un camino que tenga que suscitar necesariamente la aprobación general y, en cierta medida, la ONU queda al margen. Con todo, resulta prometedor, porque reconoce las principales realidades geopolíticas y, en lugar de ir en su contra, las tiene en cuenta.
Los países reunidos para llegar a ese acuerdo de mínimo fueron Estados Unidos, China, India, Brasil y Suráfrica. Dejando a este último a un lado, echemos un vistazo a los demás países. China, India y Brasil son las tres grandes fuerzas del mundo en vías de desarrollo, y Estados Unidos, el país industrializado más contaminante. Otros Estados muy diversos se han mostrado dispuestos a apuntarse al acuerdo alcanzado por ese grupo.
Llegados a este punto, nuestras relaciones internacionales tienen que innovar para poder encarar el cambio climático y conseguir que la temperatura media mundial no suba más de 2 grados centígrados. El acuerdo mencionado sólo es un primer paso, pero sí que puede desarrollarse, y, en principio, esto se podría conseguir con mucha más celeridad de lo que habría permitido el intrincado panorama que se auguraba en las vísperas de la cumbre sobre el clima de Copenhague. Si se le pudiera dar solidez, y hacerlo en poco tiempo, podría ayudar a superar el punto muerto en que ahora nos encontramos, en el que todas las naciones, o conjuntos de ellas, esperan que sean las demás los que tomen la iniciativa.
En primer lugar, habrá que comprobar la solidez y viabilidad de las propuestas de reducción de sus emisiones que, en virtud de las cláusulas del acuerdo, los países industrializados presentarán antes del 31 de enero. Los planes deberán ser factibles y serios, no sólo una lista de buenos deseos. A pesar de toda su retórica, la mayoría de los países no han logrado mucho hasta el momento, así que el resto del mundo hace bien en no dejarse impresionar.
En esa misma fecha, los países en vías de desarrollo que tienen la intención de aceptar el acuerdo también tendrán que aclarar sus propios planes de reducción de emisiones. Por primera vez, se establecerá algún tipo de mecanismo sancionador, y las acciones propuestas en estos últimos países que estén financiadas con dinero procedente de las naciones ricas quedarán bajo la supervisión internacional.
¿Qué clase de marco podría surgir de todo esto a corto y a medio plazo?
¿Supondrá que los países más pequeños y más pobres del mundo se verán perjudicados a costa del avance de los países grandes?
No creo que tenga que ser así, por lo menos si el conjunto de la estructura es la adecuada, y si los países más pobres se organizan para plantear sus propias preocupaciones.
Lo ocurrido con la Organización Mundial del Comercio, que ha seguido una especie de trayectoria paralela, puede darnos pistas muy útiles.
Adelantándome a lo que fuera a ocurrir en la cumbre de Copenhague, y de acuerdo con estas impresiones, desarrollé una serie de propuestas en mi libro The Politics of Climate Change, publicado hace nueve meses. La incapacidad de acordar un conjunto de acuerdos comerciales de aplicación mundial ha dado lugar a una amplia gama de nuevas medidas y organizaciones. La propia diversidad de los grupos y las regiones involucrados ha resultado ser tanto una ventaja como una debilidad. Quizá se pueda decir lo mismo en el caso del cambio climático.
Si durante los próximos meses se elabora adecuadamente, el acuerdo de Copenhague podrá ser un punto de anclaje, pero también serán necesarios diversos pactos bilaterales y regionales, y, por supuesto, también las llamadas "alianzas de conveniencia". Sean cuales sean los acuerdos generales a los que se comprometan, Estados Unidos y China deberán seguir negociando bilateralmente.
Supongamos que 190 países hubieran llegado a un consenso vinculante en la cumbre de Copenhague, pero que los que hubieran quedado al margen del mismo fueran Estados Unidos y China. El marco acordado no habría tenido gran valor, ya que, entre los dos, esos dos Estados emiten bastante más del 40% del total de los gases de efecto invernadero. De alguna manera, es mucho mejor empezar con esos dos países, y también con los otros principales emisores de gases contaminantes, asegurándonos de que están dispuestos a trabajar conjuntamente, y de forma seria y comprometida.
También debería haber un G-3. La Unión Europea, a consecuencia del constante problema de no hablar con una sola voz y de la incapacidad mostrada en las últimas fases de las negociaciones para tomar decisiones a ritmo vertiginoso y sacarle algo de provecho a la reunión, se ha visto desplazada en la cumbre de Copenhague. Sin embargo, con sus 550 millones de ciudadanos, la Unión Europea debería desempeñar un papel clave y, a ser posible, de vanguardia en la lucha contra el cambio climático. Los promotores del acuerdo pasaron por encima de esa insana divisoria que, separando a los países desarrollados de los que están en vías de desarrollo, ve en uno y otro grupo bloques homogéneos. Hay que seguir por esa vía.
Desde el comienzo de la época industrial, los 20 países más contaminantes (entre los que figuran varios en vías de desarrollo) han aportado casi el 90% del total de emisiones, así que deberían reunirse y hacerlo con regularidad.
Se podrían considerar muchos otros puntos de partida. Es cierto que un enfoque que no se centra en conseguir que todas las naciones suscriban una pauta común presenta peligros evidentes. Sin embargo, llegados a este punto, de todas formas no hay alternativa, y una perspectiva como la actual no supone el fin del multilateralismo, ya que habrá que poner en marcha y fomentar muchas formas de cooperación.
Anthony Giddens, ex director de la London School of Economics, es miembro de la Cámara de los Lores británica. Su último libro es The Politics of Climate Change. © 2010 Global Viewpoint Network/Tribune Media Services. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo
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