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Columna
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Veguerías y campanarios

En el momento de iniciar la redacción de este artículo me hallo bien consciente de dos circunstancias: a) que soy un ignaro habitante de la conurbación barcelonesa, insensible por tanto a las susceptibilidades de eso que algunos llaman ampulosamente "el territorio", y b) que voy a meterme en un campo de minas. Pese a lo cual, no puedo ocultar mi perplejidad ante ciertas expresiones del encendido debate territorial abierto por la elaboración del proyecto de ley de veguerías.

El catalanismo político acumula más de un siglo de antigüedad, ha sido socialmente hegemónico durante todos los periodos democráticos de esa centuria larga y ha abominado siempre de la división provincial establecida en 1833, por artificial y por ajena al país. Pues bien, la primera vez en esos ciento y pico de años que un gobierno catalán intenta hincarle el diente a dicho asunto -la Generalitat republicana absorbió las diputaciones, pero no tuvo tiempo ni empuje para borrar las provincias- resulta que la denostada obra del afrancesado y centralista -valga la redundancia- don Francisco Javier de Burgos y del Olmo tiene en Cataluña muchos más partidarios de lo que parecía.

Las protestas ante la nueva organización territorial son la apoteosis de un provincialismo cuya receta ya se vio con los trasvases del agua

No pueden interpretarse de otro modo el malestar y la protesta del Ayuntamiento y de diversas fuerzas vivas de Lleida: ante un proyecto que trocea la provincia homónima entre tres veguerías (Lleida, Catalunya Central y Alt Pirineu i Aran), los munícipes se oponen porque creen que ello disminuirá el rango de la urbe, al reducir el ámbito territorial de su capitalidad, y la Cámara de Comercio teme perjuicios económicos, como si, con la movilidad física y virtual de 2010, los hábitos de compra de la gente dependiesen de un cambio en las delimitaciones administrativas.

Aunque se exprese de otra forma, algo parecido sucede en la ciudad de Tarragona. Allí, dando ya por perdidas las Terres de l'Ebre, se aferran a la capitalidad única del resto de la provincia, e incluso hacen bandera de que la veguería resultante se llame como la añorada demarcación provincial, Tarragona, y no Camp de Tarragona, tal vez porque esto de "Camp" rima con Baix Camp, la comarca de la sempiterna rival, Reus. Y menos mal que la nueva veguería de Girona coincide -si exceptuamos la amputación de la siempre algo ajena Cerdanya- con la provincia del mismo nombre, porque si no ya tendríamos allí otra rebelión digna de los convecinos de Astérix.

O sea, una verdadera apoteosis de provincialismo, entreverado de provincianismo y con unos chorros de espíritu de campanario: más o menos, la misma receta que ya se popularizó hace dos años y medio durante el debate sobre el agua y los trasvases o, posteriormente, alrededor de la reintroducción de los osos en el Pirineo. Por cierto, que ahí arriba existe otro foco de dura resistencia a la ley de veguerías: la Val d'Aran no quiere formar parte de ninguna veguería y sólo quiere formar parte de Cataluña para recibir transferencias presupuestarias; sobre todo lo demás, exige el pleno autogobierno.

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Las protestas ante la nueva organización territorial de Cataluña muestran una amplia transversalidad política, lo sé. Pero se da el caso de que los principales adalides de la crítica contra el proyecto de ley de veguerías no son militantes de ese nacionalismo estrecho de miras que algunos imputan a Convergència o a Esquerra; son los alcaldes socialistas de Lleida (Àngel Ros), Tarragona (Josep Fèlix Ballesteros) y Reus (Lluís Miquel Pérez), y el síndic d'Aran (Francesc Boya), miembro de la progresista Unitat d'Aran. O sea, gentes de ideas universalistas que deberían hacer pedagogía contra el localismo, en vez de excitarlo. Sin embargo, el otro día escuché en Catalunya Ràdio al primer edil de Tarragona decir que defendería la capitalidad única de su ciudad "hasta las últimas consecuencias". ¿Hasta cuáles, señor alcalde?, ¿hasta la declaración de guerra?

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