Símbolo de la barbarie
El fracaso de Alfacar no debe abrir la puerta a una búsqueda universal de los restos de Lorca
La Junta de Andalucía no proseguirá la búsqueda de los restos de Federico García Lorca tras el fracaso de las excavaciones en Alfacar, el lugar donde se le creía enterrado. Es difícil criticar esta decisión, puesto que el objetivo último de las acciones emprendidas hasta ahora consistía en poner fin a lo que se suponía que era una fosa común procedente de la Guerra Civil, en la que, además de otras víctimas anónimas, podía encontrarse uno de los poetas españoles más universales. Continuar indagando en otros parajes sería tanto como sustituir este propósito limitado por otro de alcance general, consistente en localizar los restos de García Lorca allá donde se encuentren. No es seguro que un Gobierno autónomo deba liderar una iniciativa de estas características.
El fracaso de las excavaciones es, sobre todo, el desmentido provisional o definitivo de una hipótesis que, apoyándose en testimonios considerados directos, estableció que García Lorca fue asesinado y enterrado junto a otros compañeros de infortunio en las proximidades del barranco de Víznar. Desde el punto de vista de la historia, hoy se sabe más de la suerte del poeta que antes de emprender las excavaciones; se sabe que, o bien no fue enterrado tras el fusilamiento en el lugar que hasta ahora se creía, o bien que sus restos fueron removidos en algún momento posterior. Encajar esta nueva pieza en el relato de aquella fatídica madrugada de agosto es una tarea de los historiadores. Y dependiendo del resultado, puede constituir una prueba adicional de la vileza con la que se cometió este crimen contra alguien a quien sólo se podía acusar de su formidable talento.
Pero existen, pese a todo, algunas lecciones que convendría extraer de todo este episodio, iniciado en la polémica y concluido en el fiasco. La primera es que tantas y tan buenas razones pueden tener las familias que desean recuperar los restos de sus familiares asesinados durante la Guerra Civil y el franquismo, como las que, por el contrario, prefieren renunciar a hacerlo, como ha sido el caso de los allegados de García Lorca. Corresponde a los tribunales decidir sobre dos derechos que, aunque enfrentados, son igualmente legítimos y respetables.
Y la segunda lección tiene que ver con el grado de implicación que corresponde a los poderes públicos en iniciativas similares a la que ha promovido la búsqueda de los restos de García Lorca, ya se trate de tribunales o administraciones autónomas. Deberían actuar obedeciendo a su propia lógica institucional, no a los requerimientos de hipótesis historiográficas más o menos verosímiles o más o menos contrastadas. Porque las consecuencias de un eventual desmentido no son las mismas para los investigadores que para un tribunal o para un Ejecutivo.
Fuera o no enterrado en Alfacar tras su fusilamiento, y se encuentren o no alguna vez sus restos, lo cierto es que García Lorca seguirá siendo para siempre un símbolo de la barbarie que asoló el país a partir de 1936.
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