Sangre de toro
La cuestión, antes o después, tenía que llegar al Parlament. Lo hace en un momento poco oportuno, pues corre todos los riesgos de ser fagocitada por la política, pero aun así parece propio de una sociedad civilizada plantearse si el derecho al espectáculo puede incluir o no la muerte de un animal en vivo y en directo. La única respuesta razonable es no, pero aquí no se trata de eso, sino de contribuir modestamente a un debate real que introduzca matizaciones más allá del trazo grueso de los animalistas y el no mayormente sutil de los defensores de una fiesta que agoniza hasta el punto de hacer dudar sobre si hacía falta legislar su final o bastaba con dejarla morir de inanición.
Las corridas a lo largo de su historia han ido acotando la brutalidad
Este país tiene gente buena dedicada al mundo del espectáculo que debería pronunciarse. Por ejemplo: ¿sin la muerte -del animal, aunque alguna vez también del torero- no hay fiesta posible? Dicho de otro modo, ¿es la muerte la única razón de ser de la corrida? La historia del teatro enseña que la escena ha sido precisamente el lugar en que la muerte ha sido conjurada por la vía de la representación (la mise à mort, dicen los franceses, que de esto saben). Los espectáculos de gladiadores o las justas medievales se han convertido en torneos deportivos que han heredado todo el ardor guerrero, aunque no su virulencia. Los castrados hace tiempo que desaparecieron de la ópera, pero el género no murió con su extinción, y ahí está Cecilia Bartoli para demostrarlo. Igualmente, los niños castellers del pom de dalt llevan casco, y eso no ha quitado ninguna emoción a las exhibiciones. También las corridas a lo largo de su historia han ido acotando la brutalidad, sin ir más lejos poniendo petos a los caballos para evitar su muerte por desventramiento en el ruedo.
¿Cabría imaginar un espectáculo taurino sin sangre? Sería bueno escuchar opiniones cualificadas. Por citar algunas, las de Salvador Távora, la Fura dels Baus, Calixto Bieito o, por qué no, Emma Vilarasau, tantas veces ensangrentada en truculentas arenas televisivas. En todo caso, es urgente centrar el debate en el espectáculo, plantearnos qué se puede aprovechar en el siglo XXI de ese patrimonio cultural que, no lo olvidemos, no es sólo la muerte en la plaza, sino también la vida en la dehesa.
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