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Columna
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Ni apoteosis, ni epitafio

No hubo envío de tarjetas censales indicando a los ciudadanos dónde debían votar. No se desarrolló una de esas campañas institucionales que con tanto éxito promueve el consejero Joan Saura, incitando a la participación. Ningún partido político realizó un mailing a todos los hogares, explicando la importancia de la convocatoria y adjuntando las papeletas. No hubo espacios gratuitos de propaganda ni en la radio ni en la televisión públicas, y la mayoría de las privadas apenas hablaron del tema. Propiamente, no hubo campaña electoral: ni mítines a una escala apreciable, ni carteles, ni banderolas, ni trípticos, ni globos, ni megafonías... Es significativo que en Osona, donde la extensión de la consulta a todos los municipios de la comarca sí permitió desarrollar una campaña de tipo casi convencional, la participación fuese del 41,1%, unos 14 puntos por encima de la media.

¿Por qué tanta saña, tanto odio, tanto desprecio hacia lo que no fue más que un ejercicio de civilidad democrática?

De las seis fuerzas políticas representadas hoy en el Parlament sólo una, Esquerra Republicana, se movilizó -a medio gas- a favor de la participación y del voto afirmativo en las consultas independentistas del pasado domingo. Convergència i Unió se atuvo a una ambigüedad calculada, muy lejos de tocar a rebato entre sus fieles. El Partido Popular y Ciutadans estuvieron abiertamente en contra, como les correspondía. En cuanto a Iniciativa y al PSC, no constituye revelación alguna afirmar que hicieron todo lo posible por enfriar el ambiente y por convencer a sus entornos socioelectorales de la conveniencia de no votar. Entre los ecosocialistas, el presidenciable Joan Herrera declaró -confundiendo partido y Gobierno- que ellos, con prohibir desde Interior las concentraciones falangistas, ya habían hecho bastante. Por lo que se refiere al partido socialista, basta ver las acusaciones del inefable Joan Ferran o las quejas de los opinadores afines sobre el supuesto "exceso de atención" de TV-3 y Catalunya Ràdio a las consultas para entender que, desde la calle de Nicaragua, se hubiera querido sepultar el 13-D bajo un manto de silencio.

Y bien, en las condiciones descritas, 189.942 ciudadanos desafiaron un clima invernal para depositar su voto en una consulta carente de valor legal. ¿Que se trata de una cifra modesta? Sin duda, pero largamente superior a los 89.567 sufragios gracias a los cuales el señor Albert Rivera lleva tres años pontificando sobre lo que conviene a Cataluña y lo que no. Desde luego, un 27,4% de participación queda por debajo de las expectativas de los organizadores, pero es un porcentaje parecido al que registraron varias circunscripciones electorales españolas tanto en los comicios europeos del pasado junio como en el referéndum de la difunta Constitución Europea, en 2005, sin que nadie se rasgase las vestiduras por ello. En cambio, ahora, frente a las consultas catalanas, determinados medios madrileños han apurado las descalificaciones hasta agotar el diccionario. "Mascarada", "pantomima", "ridículo", "coña", "sainete", "parodia", "esperpento", "fiasco", "fracaso total", "fracaso estrepitoso": todas estas palabras lucían en los titulares de distintos periódicos, el pasado lunes. ¿Por qué tanta saña, tanto odio, tanto desprecio hacia lo que no fue más que un ejercicio de civilidad democrática?

Puertas adentro de Cataluña, y más aún en el seno del nacionalismo, la jornada del 13-D deja interesantes mensajes. Uno, que no se debe confundir la espuma con la ola: tras un siglo de extrema debilidad social, el independentismo no alcanzará a ser mayoritario de la noche a la mañana. Otro, que los partidos están en crisis, sí, pero plataformas, coordinadoras, etcétera, no son más inmunes a egolatrías y faccionalismos; incluso lo son menos. Y sin agotar la lista, un tercer mensaje: que quienes hicieron presidente a Montilla calculando atraer así al electorado socialista hacia la independencia, tal vez -tal vez- deberían reexaminar sus tesis.

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