Desafección catalana
La consulta soberanista, minoritaria, se beneficia del mayoritario temor a un recorte del Estatuto
Jamás en 30 años de autonomía el independentismo se había sentido con el suficiente vigor en Cataluña como para plantearse, siquiera como ejercicio festivo, la celebración de una consulta sobre la autodeterminación. El experimento del pasado septiembre en Arenys de Munt, un éxito de sus promotores a efectos de propaganda, cristalizó en el ensayo general de ayer en 166 municipios que suman 700.000 electores, el 10% de la población catalana. Como estaba previsto, el sí ganó con claridad en la votación, legal aunque jurídicamente inocua. Pero las cifras de participación enfriaron ligeramente la euforia de los convocantes: sólo fueron a las urnas unos 200.000 catalanes. Es decir, cerca del 30% de los convocados, 20 puntos menos que en el referéndum del Estatuto y 10 por debajo del listón que se había fijado la propia organización. Este porcentaje, sin embargo, es sensiblemente superior al peso sociológico del independentismo catalán, que según las encuestas ronda el 20%.
Quien los busque hallará sobrados argumentos para desdeñar el valor de esta consulta como termómetro social. Es obvio que ha sido un divertimento organizado por y para independentistas, de modo que quienes no lo son carecían de incentivos para acudir a las urnas. Que se tratara de una votación testimonial explica que ningún partido hiciera campaña por el no, y también que muchos hayan apoyado la autodeterminación sin sopesar seriamente las consecuencias que ésta acarrearía. Siendo cierto todo ello, sería miope despreciar la espuma sin analizar el mar de fondo subyacente.
Hace cuatro años, cuando el Parlamento catalán envió a las Cortes su proyecto estatutario, se desencadenó una feroz campaña que dio en llamarse catalanofobia. Al estruendo mediático se sumó la recogida de firmas contra el Estatuto a cargo del PP, la ofensiva contra la OPA de Gas Natural sobre Endesa (antes alemana que catalana, sugirió una conspicua líder conservadora) y el boicot al cava, por poner tres ejemplos. Germinó entonces en Cataluña un sentimiento de desafección hacia el resto de España que con el tiempo ha anidado de modo transversal en influyentes sectores sociales. El temor a que el Tribunal Constitucional dicte un severo recorte del Estatuto está alimentando ahora ese desapego.
La sensación de que lo que esbozó el Parlamento, troquelaron las Cortes y refrendaron los catalanes puede acabar hecho trizas en manos del alto tribunal debilita en Cataluña a los valedores de la vía autonomista -quienes aún sueñan con una España federal y en paz con su propia pluralidad- y envalentona a los oportunistas del cuanto peor mejor, deseosos de que un Estatuto gravemente mutilado alumbre una mayoría favorable a la independencia. El líder de CiU, Artur Mas, reconoció hace poco que una consulta soberanista de carácter vinculante sólo evidenciaría que, por ahora, "Cataluña quiere ser española". La peor noticia sería que su diagnóstico quedase obsoleto.
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