¿Condenados a no entenderse?
Es un lugar común desde hace décadas la frase pesimista y resignada de que España y Marruecos "están condenados a entenderse". Nadie mejor que el añorado Alfonso de la Serna, en su obra imprescindible, Al sur de Tarifa, mostró que dicha condena podía dejar de serlo para ceder paso a algo más positivo y fructífero: una convergencia de intereses comunes que debería aparcar las diferencias y desencuentros. El libro de De la Serna mantiene al cabo de los años su estimulante vigencia y actualidad. Pero lo acaecido en las últimas semanas pone de nuevo en entredicho el espacio de diálogo abierto entre las dos orillas del Estrecho. A la vista del desastroso manejo por unos y otros del caso de la activista saharaui Aminetu Haidar, nos acucia la tentación de decir que España y Marruecos están condenados a no entenderse.
Sólo el respeto a la vida de una mujer cuya única arma es la palabra puede poner fin a este atolladero
Sería inútil evocar aquí las vicisitudes de los treinta y pico de años de un conflicto no resuelto y que no lleva trazas de resolverse. Marruecos se aferra lógicamente a su integridad territorial y el régimen argelino, valedor del Polisario, tiene necesidad de un enemigo estratégico que justifique sus desmesurados gastos militares de los que una buena parte va directamente al bolsillo de sus jefes. Atrapados entre dicho enfrentamiento, los saharauis de la Hamada sufren las consecuencias de una realpolitik que les condena a una espera sin fin. Como escribió Aurelio Arteta, tras su viaje sin anteojera alguna a la sede del Polisario: "Al visitante de los campamentos de Tinduf le abate el espectáculo desolador de aquel paraje y de sus pobladores. Los mayores se entregan a rumiar el pasado, los más jóvenes no se hacen ilusiones sobre su porvenir, los niños acuden a una escuela a la que sus maestros -desprovistos de alicientes- faltan cada vez más. Entre tanta basura sin recoger y pozos sépticos sin depurar, cunde la desidia y la desmoralización. Son vidas sobrantes: al carecer como refugiados de derechos políticos, carecen también de derechos como seres humanos" (Tinduf desolada, EL PAÍS, 15 de febrero de 2007).
Dicho desamparo no parece preocupar demasiado en Rabat ni en Argel ni a la jefatura inamovible y osificada del Polisario, pero pesa sobre las conciencias de quienes creemos en los valores de la dignidad y solidaridad. El problema del Sáhara, como ha apuntado repetidas veces uno de los mejores expertos en el tema, Bernabé López García (Trincheras de papel, EL PAÍS, 15 de agosto de 2005, o Moral en la Hamada, EL PAÍS, 16 de junio de 2008), puede resolverse si se buscan términos de acuerdo que tengan en cuenta los cambios operados in situ desde que España abandonó el territorio en 1975 y el día de hoy. Pues El Aaiún de 2009 no tiene nada que ver con el de 45 años atrás: su población se ha multiplicado por 10, los marroquíes del Norte y sus hijos nacidos y criados allí son tan numerosos como los autóctonos. Todo ello descalifica las soluciones simplistas y aconseja un acuerdo dentro del marco de una autonomía avanzada que respete la lengua, la cultura y la identidad histórica de los saharauis, inspirada ¿por qué no? por el ejemplo de la España plural de nuestros días.
Como evidenció el disparate de la "conquista" del islote de Perejil por un Aznar orgulloso de aquella gesta tan digna a sus ojos como la de Lepanto, el patriotismo de "todos a una" es el peor enemigo de la razón y del sentido común. La sucesión de disparates creada por la deportación de Haidar el pasado 14 de noviembre, con el consiguiente recurso a viejas afrentas históricas y contenciosos no resueltos, no favorece a Rabat, cuyo plan de autonomía, apoyado por Francia, España y Estados Unidos, le concede un amplio margen de maniobra en la medida en que respete los derechos humanos avalados por la Carta de Naciones Unidas. La unanimidad patriótica no existe sino en el papel: no tiene en cuenta la existencia de voces serenas que, como la de Ahmed Benchemsi, editor del semanario Tel Quel (Sáhara, l'autre voie, del 21 de noviembre de 2009), nos dicen que otra política fuera del unanimismo oficial no sólo es posible sino necesaria. La guerra entre Marruecos y el Polisario ha pasado desde el alto el fuego de 1991 de su fase militar, ganada por el primero, a una fase mediática, en la que Rabat lleva por ahora la peor parte.
La "provocación" de Haidar al rellenar el impreso de entrada en Marruecos procedente de Canarias habría pasado inadvertida si la Administración local la hubiese archivado y la activista saharaui hubiera podido reunirse en El Aaiún con su madre y sus hijos. Hoy, su deportación a Lanzarote ha creado no sólo un problema binacional (enfrentamiento con España, pese a las buenas relaciones de Rabat con el actual Gobierno) sino internacional: condena por la Unión Africana, llamamientos de Naciones Unidas, movilizaciones pro Haidar, etcétera. Su efecto de bola de nieve crece de día en día y sólo el respeto a la vida humana de una mujer cuya única arma es la de la palabra puede poner fin a esta puja de una y otra parte por enviscarse más y más en un atolladero tan perjudicial para Rabat como para España. Ello no significaría una derrota marroquí y una victoria independentista: sólo el triunfo de la legalidad, la razón y el sentido común. Los verdaderos amigos de Marruecos lo pensamos así. Y el tiempo, estoy seguro, se encargará de confirmarlo.
Juan Goytisolo es escritor.
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