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Columna
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La buena estrella

Esta columna tiene que ver con la gastronomía, una vez que hayamos soltado el lastre de ciertas reflexiones. Dicen que la suerte, la buena y la mala, el hado, el destino, configura las vidas humanas e influye en lo que se llama éxito, social, profesional, amoroso. En el fondo no creemos en ello y lo mejor que tiene el universo en que nos movemos es su cualidad imprevisible, cualesquiera que fueren las circunstancias. Incluso la hora final -salvo para los condenados a muerte, allí donde aún se practica tal extravagancia penal- nos sorprende, alertando nuestro miedo con la preferencia general de que nos pille dormidos.

Tomemos a dos personas, cuyos orígenes, punto de partida y oportunidades han sido inicialmente las mismas. Pueden ser hermanos, amigos siameses, y el destino indicará para cada cual una vereda distinta. Éste alcanzará el éxito en los estudios, en el oficio, en la profesión emprendida y el otro quedará rezagado y descontento. Ambos se casarán -utilicemos, por comodidad, el supuesto de la heterosexualidad- y Gerardo habrá encontrado una mujer guapa, divertida, bienhumorada que, incluso puede aportar una sabrosa dote o una herencia oportuna. Juan, incluso podemos llamarle a la americana, Johnatan, descubre que tiene a su lado una virago de mal genio, descuidada, histérica, insatisfecha. El ejemplo es válido para las representantes del género femenino agraciadas o desgraciadas con parejas similares a las anteriores.

Lo único cierto -y más viejo que la tos- son los paréntesis que encierran la existencia humana

Aquí cabe reclamar la cuestión de la suerte, más sencilla que deducir el tenebroso enigma de los genes y las caprichosas causas que nos configuran de una u otra manera. Lo único cierto -y más viejo que la tos- son los paréntesis que encierran la existencia humana; desnudos nacemos y nada nos llevamos al otro barrio, ni siquiera a nosotros mismos al cumplir el deudo nuestro deseo de convertirnos en un puñado de cenizas. Lo que importa es el argumento que se contiene en dichos límites.

Vicisitudes y discusiones que fueron el objeto de una perezosa conversación en la tertulia habitual. Celebrábamos determinado evento compartido y uno de ellos se empeñó en que el almuerzo tuviera lugar en determinado restaurante. Había pretendido encandilarnos con las excelencias de la cocina y la bodega, recordando que cada uno pagaría su consumición, algo que se hacía en la célebre "mesa de goma" que reunía a una variopinta caterva de viejos conocidos. Era preciso encontrar el sitio donde se aviniesen a singularizar las facturas, pues podían ser tres o 20 los comensales.

El local se encontraba en una calle cercana, donde abrían sus puertas varias casas de comidas Es curioso el afán proselitista que ponemos en las nimiedades, y allá fuimos, con la pachorra que imponía la mayoría, jubilados en discreta posición económica. Le conocían, era nuestro amigo saludado por su nombre, con muestras de aprecio, lo único digno de mención, porque el necio no había reservado mesa, asegurando que a él siempre le atendían. Dada la impenetrabilidad de los cuerpos, hubimos de esperar hasta las cuatro de la tarde para sentarnos, con la consumición de más vasitos de vino de los que probablemente aguantábamos.

Por desidia se descartó el traslado a otro de los figones próximos que presumíamos medio vacíos. Soportamos la espera, porque aquél estaba de moda, y acogía a las personas más notables, incluso el Rey aparecía alguna vez, aunque nos trajeran sin cuidado ni provecho esas cercanías. No cabía duda sobre la calidad de los manjares y la eficacia del servicio, muy similares a los de los lugares vecinos. Atendían hasta tres turnos, con clientes agolpados en el bar. Se suscitó la cuestión de que podría ser un caso de suerte, aunque hubo quien -de acuerdo con el responsable- resumió que poco tenía que ver la suerte. Había calidad y destreza en los fogones, discreta variedad en la carta de vinos y lo que tantas veces hemos visto en sitios que estuvieron de moda. Hoy da la impresión de que pasarán generaciones de ciudadanos a quienes no les será posible comer en elBulli, en Arzak o en la ya multitud de restaurantes estrellados por Michelin e incluso se aconseja a los padres recientes que apunten al bebé para que un día pueda pagar una factura exorbitante en una estelar taberna de postín.

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