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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Muy dentro de mí

Rosa Montero

Voy a cometer el pecado imperdonable de citarme a mí misma; espero que sepan disculparme porque es la mejor manera que encuentro de explicar lo que quiero. Resulta que acabo de ver en un vuelo trasatlántico la película Moon (Luna), por casualidad y sin tener ni idea de qué se trataba. Luego me he enterado de que es el primer largometraje de Duncan Jones, el hijo de David Bowie, y que ganó el primer premio del Festival de Sitges celebrado en el pasado mes de octubre, pero cuando la pasaron en el avión sólo sabía que era de ciencia-ficción, género que me encanta. Y el caso es que empecé a verla y me fui quedando atónita y anonadada, porque la película tiene enormes e inquietantes coincidencias con un cuento que publiqué en este periódico el pasado mes de agosto (antes de que se estrenara el filme) y con una novela que llevo amasando desde hace mucho tiempo.

"La historia de la humanidad está llena de coincidencias intelectuales, artísticas, científicas"

No es la primera vez que me pasa esto. Hace veinte años, mientras escribía un libro titulado Amado amo, leí en Bella del Señor, de Albert Cohen, una escena básicamente igual a la que acababa de terminar. Después de reconcomerme los hígados durante algunos días decidí seguir adelante y mantener mi capítulo, aunque probablemente fuera bastante peor que el del maldito Cohen. Por cierto que absolutamente nadie, ningún crítico ni ningún lector, advirtió el parecido. Claro que con otro libro sucedió justamente lo contrario: en Te trataré como una reina, publicado en 1983, hay un personaje que es un hombre nariz, un oledor de perfumes. Pero luego, en 1985, salió en Alemania El perfume, de Patrick Süskind, y a partir de entonces todo el mundo decía que yo me había inspirado en esa novela, aunque se publicó dos años después que la mía. Estos desconcertantes paralelismos temáticos les ocurren a muchos escritores y son un fastidio.

Pero lo más interesante es que no sucede solamente con las novelas, por supuesto. La historia de la humanidad está llena de fascinantes coincidencias intelectuales, artísticas, científicas. El ejemplo que siempre se cita es el descubrimiento del fuego, que se dio más o menos al mismo tiempo en distintos rincones del planeta. Y que no consistió sólo en encontrar un árbol ardiendo por la caída de un rayo, sino en resolver la manera de preservar ese fuego, de trasladarlo y de prenderlo de manera autónoma. Una tecnología puntera, en su momento.

Visto desde lejos, con perspectiva histórica, el pensamiento humano parece moverse a través de las épocas en grandes oleadas, en apretados cardúmenes de peces que se desplazan a la vez de un lado a otro, en lo ético, en lo estético, en las afinidades y en los odios, en la creación artística y en los hallazgos científicos: como le sucedió al gran Darwin, por ejemplo, que, tras veinte años de silencio, se vio obligado a publicar a todo correr su teoría de la evolución porque un científico joven, el pobre Wallace, de quien hoy nadie se acuerda, había llegado por su cuenta a las mismas conclusiones e iba a exponerlas en un libro.

Este rumor común y soterrado de la mente humana es algo conocido y estudiado. Jung hablaba del inconsciente colectivo, y desde hace casi un siglo numerosos biólogos han desarrollado diversas teorías según las cuales los seres vivos estaríamos influidos y de alguna manera unidos los unos a los otros por unos campos de fuerzas que reciben diversos nombres: campos morfogenéticos, o posicionales, o simplemente biológicos. El interesante y polémico biólogo Rupert Sheldrake dice que los seres están conectados por un campo mórfico que hace que los actos individuales de las criaturas repercutan en las demás criaturas de la misma especie. Esto supondría, por ejemplo, que si un determinado tipo de rata aprende un truco nuevo en un laboratorio de Harvard, las demás ratas de ese tipo podrían ser capaces de aprender más deprisa el mismo truco en cualquier otro punto del mundo. Parece magia y, la verdad, no sé si todo esto está demostrado adecuadamente. Pero, como también dice Sheldrake, ¿cómo se explica que, hace veinte años, a la gente le fuera tan difícil entender el funcionamiento de un aparato electrónico, mientras que hoy basta con darle un juego de ordenador a un niño de Somalia o de Bután que jamás ha tenido contacto con la tecnología para que inmediatamente lo domine? En fin, desconozco la fiabilidad científica de estas teorías, pero por otra parte siento y sé con total certidumbre que muy dentro de mí estamos todos.

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