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Columna
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El 'problema español', la deriva catalana

Cataluña está en ebullición. La España político-mediática empieza a estarlo. Ante los malos augurios respecto al futuro del Estatuto procedentes del Tribunal Constitucional, instituciones, partidos y la sociedad civil catalana -cualquiera que sea el significado de tan manoseado concepto- han dado un paso al frente exigiendo respeto a la integridad de la Carta, fruto de un pacto entre el Parlamento y las Cortes luego validado en referéndum. De la "gravedad" del momento, en palabras de José Montilla, da fe su radical cambio de actitud, pues hace sólo tres meses predicaba calma hasta que el Constitucional dictara sentencia, descartando acciones preventivas como las que ahora comienza a desplegar. Su ofensiva y el clamor social de los últimos días coinciden, no por azar, con las informaciones que sobre las deliberaciones del alto tribunal ha desvelado este diario.

Es la identidad de España, y no sólo la de Cataluña, la que está en juego con el fallo de Constitucional sobre el Estatuto

Primero desde estas mismas páginas, a título editorial, y luego desde otras, de modo coral, se ha advertido del verdadero dilema que afrontan los magistrados del alto tribunal. Su misión, se ha escrito, supera con mucho el mero examen sobre la constitucionalidad del Estatuto: está en sus manos apuntalar el presente y fructífero marco de convivencia entre los pueblos de España, merced a una interpretación de la Carta Magna tan flexible como la que inspiró su redacción en 1978, o dinamitarlo con una lectura cicatera que acarree una involución autonómica.

Resurge estos días el pesimismo existencialista de José Ortega y Gasset, por desgracia aún vigente, que diagnosticó el carácter irresoluble del "problema catalán" y recetó una resignada "conllevancia". Hora es ya, 77 años después, de enterrar el tópico orteguiano. Porque el mal llamado problema catalán es en realidad el problema español. Y debiera ser España, constitucionalmente concebida como la suma de las "nacionalidades y regiones" que la conforman, la más interesada en zanjar sus disputas con Cataluña, si en verdad la acoge como parte intrínseca de su identidad. Tal era el reto al tejer el nuevo Estatuto, y sería dramático que el desenlace fuera el desgarro y no la sutura.

Así lo razonaba José Luis Rodríguez Zapatero cuando prometió apoyar el Estatuto que aprobase el Parlamento; cuando convenció a los líderes catalanes para que enviaran al Congreso un anteproyecto de máximos condenado a ser cepillado; o cuando hizo campaña por el en el referéndum. Por el camino, el feroz boicot del PP y su eco en las encuestas enfriaron los ánimos del presidente. A su posterior abulia es achacable tanto el bloqueo de la renovación parcial del Constitucional -escasa batalla ha librado el PSOE ante las trapacerías del PP- como el sesgo antiestatutario de las deliberaciones del alto tribunal, donde lleva la voz cantante, precisamente, un magistrado elegido por el Gobierno. Hace ya tiempo que Zapatero y los suyos debieran estar trabajando en favor de un fallo no castrante del Estatuto. Quizá ya sea demasiado tarde.

Pero, mal que les pese a muchos, la maladie española atañe también a los catalanes. Y a sus líderes políticos, a quienes cabe exigir que no reincidan en los errores del pasado. Convendría que los mismos que el 30 de septiembre de 2005 regaron con cava el texto del Estatuto, aun a sabiendas de que pronto iba a ser papel mojado, no confundieran de nuevo a los catalanes reclamando al Constitucional que no toque ni una coma de la norma. La dignidad de los catalanes no quedaría pisoteada si se derogasen algunos artículos o se reinterpretasen otros. Otra cuestión es que, como parece, el tribunal prive a Cataluña de sus atributos identitarios -nación, lengua, derechos históricos...-, en cuyo caso la demandada "solidaridad catalana" cobraría sentido. Ahora bien, ¿rompería el PSC con el PSOE en aras de esa unidad? ¿Renunciaría CiU a establecer sus propias alianzas en Madrid?

En línea con esta deriva, el editorial de 12 diarios de ámbito catalán también proyecta sombras. El pronunciamiento, razonable con matices, subvierte el juego de equilibrios entre prensa y política, y presenta en su génesis el virus de la exclusión. En una nación tan compleja como ésta, donde incluso entre los abajo firmantes hay diarios cuya propiedad radica en Madrid, nadie se puede arrogar el monopolio de la catalanidad. Paradójico que levanten trincheras quienes pregonan concordia.

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