Pecadores
Veo en la tele a un clérigo trascendente, portavoz supremo de las inquietudes y los dogmas de su intocable gremio, certificando que los diputados católicos que voten a favor de la demoniaca reforma de la ley del aborto no están excomulgados sino que no podrán ingerir el sagrado cuerpo de Cristo. Como ya he olvidado los rituales católicos que tuve que aprender a hostias, no recuerdo en qué se diferencia eso tan temible de ser excomulgado (castigo ancestral aplicado a cualquier disidencia ante el poder divinamente establecido) y no poder comulgar. Ellos sabrán. El prelado aclara que esos herejes proabortistas viven en una situación objetiva de pecado, pero también añade, con la magnanimidad que caracteriza al catolicismo, que si esos pecadores se confiesan y luego hacen público su arrepentimiento volverán a ser acogidos en la santa casa.
Resulta admirable que hombres vocacionalmente castos y que jamás han tenido nada que ver en la creación de un feto, tengan un conocimiento tan exhaustivo de ellos, abanderen su sagrada defensa, convoquen manifestaciones contra las desalmadas madres que amparadas por la sacrílega ley pretenden desprenderse de ese proyecto de ser humano, abran las puertas del infierno a los políticos que comprenden el criminal acto.
Constatado el torrencial humanismo de los épicos defensores de los fetos, das por supuesto que prolongan su cruzada en la protección de la infancia, indefensa ante los abusos de los adultos. Sin embargo, la Iglesia católica demuestra una tolerancia histórica con los cuantiosos curas enganchados a esa tradición tan fea de violar criaturas que estaban a su cuidado. Cuentan que en Irlanda el sistema conocía las hazañas de los ensotanados follaniños, pero encubrió lógicamente cloaca tan piadosa. Previniendo escándalos, la Iglesia cambiaba de parroquia a sus traviesos depredadores. Carne fresca para la vieja ceremonia. Liquidarán con dinero las imborrables torturas. Ningún violado castrará a su verdugo.
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