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Columna
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Nunca creí en el jurado

Nunca creí en el jurado popular, aunque ahora tras el caso de Nagore Laffage pueda sonar a ventajismo oportunista de esos que practica la oposición (sea la que sea) en cuanto huele a sangre votante. Yo nunca creí en el proyecto que impulsó Juan Alberto Belloch ni en la campaña que decidió, por la directísima murciana (siempre Murcia en el corazón, sin ser de Murcia), que el jurado popular era un asunto progresista, democrático, avanzado. Nunca creí en el jurado porque siempre me pareció una forma de trasladar a la ciudadanía, que no ha estudiado leyes, un marrón judicial de quienes sí han estudiado leyes. Tanto, que les pagan por ello. Nunca creí en el jurado porque jamás podría ocurrir, por ejemplo, que un jurado fuera condenado por prevaricación. Y un juez sí. Nunca creí en el jurado porque entre la subida de la hipoteca y el atenuante o agravante de intoxicación etílica, el jurado siempre pensará en el Euribor. Nunca creí en el jurado porque a mi no me gustaría que un comitè social decidiera si me tienen que operar de pacreatitis mientras el equipo médico se toma un café en espera de resolución. Nunca creí en el jurado porque creo que la justicia no puede impartirse por impresiones puntuales sino por la aplicación del Código Penal, por malo que sea.

Nunca creí en el jurado porque daba bien en la series televisivas, es decir en la ficción, es decir en aquella vida imaginaria que siempre tiene solución con un buen guionista. Nunca creí en el jurado de la misma forma que no creo en el doctor House: creo en su cojera, en su mala leche, pero no en su infalibilidad, porque si así lo hiciera sería injusto con el Papa.

Nunca creí en el jurado porque creo que es un caso de intrusismo judicial. El caso de Nagore Laffage no es culpa de los integrantes del jurado sino de la institución del jurado en sí misma. No seré yo quien les acuse de prevaricación emocional. A saber lo que discutieron en esa sala, en qué se fijaron, a qué atendieron. No hacían su trabajo, sino una encomienda que les venía sobrevenida, sin conocer los asuntos y los trasuntos de la ley. Hay una máxima de los abogados defensores que incide en que el acusado debe ir siempre bien vestido, es decir ni ostentoso ni zarrapastroso, como si su vida libre o carcelaria dependiera de la marca de sus camisolas. No me negarán que el asunto tiene mucho que ver con el espectáculo judicial. Lo siento, pero no seré yo quien decida la suerte de nadie. No me elijan nunca de jurado porque si los médicos tienen el derecho a la objeción de conciencia en los casos de aborto, espero que no me nieguen a mi el derecho a no interferir en la carrera profesional de los jueces. Y si eso no fuera posible, déjenme, entonces, juzgar a Camps, al bigotes, a Julián Muñoz o algunas decisiones del Consejo General del Poder Judicial, por poner unos ejemplos. Hay más.

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