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Columna
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La Ley del Suelo y el precio del infierno

Viendo cómo Esperanza Aguirre volvía a calzarse sus zapatos de andar hacia atrás para tirar por tierra su propia Ley del Suelo, aunque seguramente sólo por ahora, Juan Urbano, que nunca se ha fiado de las personas que sonríen después de estrellarse con un helicóptero, se acordó de esa sentencia popular que afirma que el que hace la ley hace la trampa, y se dijo a sí mismo que si algunas veces el veneno que surge de la mezcla de la Justicia y la política está ya en el nombre, ésta es una de esas veces: Ley del Suelo, imagínense, como si en nuestro país el suelo, es decir, lo que sujeta las urbanizaciones, se hubiera ajustado o tuviese la más mínima intención de ajustarse a otra ley que no sea la del dinero fácil y, a ser posible, en negro.

El dinero y el poder que da el dinero siguen siendo el único objetivo de muchos gobernantes

El color negro es el que lo tapa todo, da igual de qué color estuviese pintado, es lo mismo si era del azul de la derecha o del rojo de la izquierda, porque debemos de estar a punto de que en el Diccionario de la Real Academia Española se añada una definición de "inmobiliaria" que la describa mejor que ninguna otra: "Inmobiliaria: funeraria de la ideología". No hay más que leer los periódicos para saber eso.

La presidenta, aún herida por el zarpazo del oso de Caja Madrid, pretendía -y pretenderá de nuevo en cuanto tenga ocasión-, modificar la Ley de Suelo para que los ayuntamientos no tuvieran prácticamente nada que decir en ese asunto que sigue siendo la gallina de los huevos de oro, aunque ahora sea una gallina en estado de hibernación, porque según su plan, que estaba recogido en el anteproyecto de la Ley de Medidas Fiscales y Administrativas, los proyectos de los constructores para cualquier municipio podían ser propuestos por particulares y ser considerados de interés regional, lo que en la práctica supone que la bandera del Ayuntamiento en el que fuera a cometerse el constructicidio quedaba convertida en papel mojado. Acostumbrada a que el AVE pase por su cocina sin que nadie se atreva a impedirlo, Aguirre creía que esta vez también iba a colar, pero ha sido que no, porque la Federación Española de Municipios y Provincias puso el grito en el cielo, pronunció palabras como "tropelía", "aberración" o "esperpento" y amenazó con acudir al Tribunal Constitucional; y como ella no está en este momento para más grandes batallas, se ha quitado los guantes de boxeo y les ha prometido devolverles su capacidad de decisión, que seguirá siendo "preceptiva y vinculante". O sea, que no van a ser los promotores los que tengan que encargarse del bien general, lo cual era como poner al lobo a vigilar a los corderos. Dentro de no mucho, en cuanto sus rivales le den la espalda para pelearse entre ellos, Aguirre volverá a intentarlo y tratará otra vez de utilizar la Ley de Medidas Fiscales y Administrativas, cuyo alias es Ley de Acompañamiento, para reformar disimuladamente la Ley del Suelo.

A Juan Urbano estas cosas, como es lógico, le ponen enfermo de pesimismo, porque le hacen descubrir que la crisis no ha cambiado nada, que el dinero y el poder que da el dinero siguen siendo el único objetivo de muchos gobernantes de mayor o menor nivel y que lo que vivimos no es un cambio, sino un compás de espera. Y ahora es cuando nueve de cada diez intelectuales citarían esa sentencia de Lampedusa según la cual hay que cambiarlo todo para que todo siga igual, que es una frase que a él siempre le ha parecido una estupidez monumental y que además sostiene su amigo Javier Marías que ni siquiera la dijo de ese modo el autor de El Gatopardo. Pero ésa es la lección, en cualquier caso, que se puede extraer del intento por ahora fallido de Aguirre y su Ley del Suelo: ellos siguen igual, comprando a buen precio los solares del infierno y esperando a que vuelvan a valer lo mismo que valían, para vendérnoslo de nuevo. Si ya lo decía Cela, que fue de los suyos: el que resiste, siempre gana.

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