La cloaca del Broadway español
El menudeo de drogas y el consumo callejero regresan a las zonas aledañas a la Gran Vía y se suman a la prostitución en noches interminables para los vecinos
Rasta comienza su función diaria a las nueve. Los focos son las farolas de diseño retro de la calle Desengaño y el reflejo de las luces de la trasera de los edificios de la Gran Vía, el Broadway español, dicen. Una de las 20 cámaras del Ayuntamiento del distrito Centro filma su andar a pequeños saltos, su parlotear nervioso ofreciendo pequeñas cápsulas, sus amagos de pelea con sus socios, sonrisas a los clientes, órdenes a empleados, conversaciones con prostitutas amigas y enemigas, encuentros con policías y otros figurantes de un revival de los años ochenta -cuando el tráfico a pequeña escala inundaba el centro- que dura hasta el amanecer.
Rasta es camello. Un tipo nervioso y saltarín que se gana la vida vendiendo pasta base de cocaína, la droga dura de moda, junto a más una docena de cómplices. Cada uno con un papel diferente. Unos esconden las dosis entre la basura que desborda los contenedores o dentro de la boca, otros almacenan los billetes que cambian de mano hasta llegar a un tipo tocado con un bombín, otros captan compradores en la esquina achaflanada, otros surten a los vendedores de latas de cerveza y otros vigilan.
A las prostitutas 'clásicas' del lugar las han desplazado los camellos
Los traficantes, más de una docena, se pelean y venden bajo las cámaras
En toda una noche sólo pasa una patrulla municipal y no se detiene
Una portería reconvertida en casa de citas ilegal cobra cuatro euros
Mientras la policía está acantonada en la plaza Luna, el resto está desierto
Cuando llegan los agentes, las 20 personas de la calle se esfuman
Tres policías de paisano se detienen con un transmisor en mano
"Esto está otra vez como en los años ochenta", afirma el dueño de un bar
También, en los escalones de las puertas de emergencia de un edificio cercano, "los trabajadores" de menor rango y los clientes de confianza fuman sus chinos, cigarrillos de droga, sin descanso. Y sin levantar nunca la cabeza. Así les es imposible ver que desde una ventana de un cuarto piso alguien les vigila toda la noche.
En una docena de saltitos, Rasta pasa de la esquina con la calle del Barco a la de la calle Puebla. Cerca, la esquina de Ballesta. Un barrio habituado a la prostitución desde hace décadas, pero que en el último lustro había soñado con convertirse en el ejemplo exitoso de una bohemia lujosa. Algunas calles, a algunas horas, lo han conseguido, asegura Andrés, vecino desde hace 20 años. Pero "todo parece que está volviendo hacia atrás y a peor todavía, con todos esos camellos en grupitos y los yonquis hasta en las puertas de los colegios".
A pocos metros del bar donde perora Andrés sobre su barrio, Rasta sortea prostitutas, muchas y de variadas nacionalidades y etnias hasta las once de la noche; pocas, toxicómanas y españolas, desde esa hora hasta las cinco de la madrugada. Manoli, Pepi, las "clásicas" de la calle hace mucho que se han ido a dormir. No les gusta el espectáculo. Las peleas, las drogas, las botellas estallando contra los adoquines. Los gritos a todas horas. Tampoco ver a los adictos apoyados en las vallas del colegio de la calle Valverde por la mañana.
Los viejos del lugar añoran una sordidez "tradicional" que ha desaparecido con la vuelta del menudeo. "Ahora cierro el bar a las diez, esto está otra vez como en los ochenta y nadie respeta nada", dice el dueño del Cochifrito, más de tres décadas en el lugar.Pero a partir de las doce de la noche, en Desengaño, sólo quedan chicas enganchadas, como Yoli, que hacen "el servicio completo" por 20 euros más el montante del hotel. La habitación vale cuatro euros. En realidad es un camastro destartalado en una habitación de dos metros cuadrados y suelo pegajoso de uno de los muchos hostales ilegales que se diseminan por las calles que desembocan en la plaza de los antiguos cines Luna. Una vieja portería reconvertida en casa de citas que vigila un hombre con la cara pegada a un minitelevisor y que apenas despega la vista del telefilme. Cuatro euros por 20 minutos es la tarifa. "Hay muchos de éstos así tan baratos, porque en el hostal de siempre ya no nos dejan trabajar, no nos dan ni cambio. Se han vuelto pijos", se ríe Loli con su dentadura amoratada. Loli, "veterana de la zona", nada más cobrar se acerca a los escalones donde Rasta y sus amigos venden el material y allí mismo, junto a otros adictos, inhala base de un papel de plata gracias a un cilindro metálico, una suerte de pipa.
La Policía Municipal está acantonada en la plaza de Soledad Torres Acosta. Hay hasta tres coches y también una moto. Los agentes patrullan. Ya no hay casi actividad, "esa actividad", en el que hasta hace poco era el epicentro del barrio. Es una prioridad municipal. La iglesia celebra un funeral y los fieles abarrotan el templo. Los policías pasean por la acera. Pero justo detrás en la cercana calle Desengaño sólo pasan tres patrullas en toda la noche. Dos de ellas, del Cuerpo Nacional de Policía. Y ninguna se detiene. "Será casualidad", dicen desde el Consistorio, aunque conceden que la policía tiene su estrategia y que los vendedores de droga se han ido desplazando, conforme les han hostigado, a otras esquinas.
En la calle del Barco nadie les hostiga. No ayer. Beatriz, en la treintena y vecina del barrio desde que nació, dice que desde hace unos meses tiene "un flash-back". Una vuelta atrás en la memoria. "Lo que está pasando ahora en estas calles me recuerda a lo que sucedió en Chueca en los años ochenta". Chueca, en los años ochenta, era una pesadilla de heroinómanos, prostitutas y vendedores de droga. Eso, exactamente, es el sórdido panorama que se ve desde el piso de un vecino. Un cuarto en la calle Desengaño que enmarca desde sus amplios ventanales el flash-back de Beatriz.
"Parecía que todo iba a estar bien, limpio y, de repente, todo se ha vuelto a estropear", concluye Beatriz. Las iniciativas como Triball, que haciendo florecer tiendas de diseño como setas en el barrio presuponían un cambio definitivo de su carácter de puerta trasera de la Gran Vía, sólo se han convertido en un tregua diurna y sólo en algunas de sus calles. Un espejismo.
Algunas vecinas de Beatriz van más allá. Ya se han cansado. Han puesto el piso en venta. "Todo muy bonito, muy divertido, pero no hay quien viva", resumen. Isabel, portavoz de ACIBU, Asamblea Ciudadana del Barrio de Universidad, coincide en el empeoramiento progresivo en los últimos meses. "El mes pasado, incluso, hablamos con el comisario de Centro para pedirle ayuda". La policía les dijo que ellos lo intentaban, que se esforzaban, pero que los delincuentes eran listos, que si no les sorprendían con la droga encima no era posible hacer nada. No había delito.
Rasta y sus amigos discuten, se empujan, unos pantalones y una camisa caen al suelo desde algún lugar y allí se quedan, como planchados sobre la acera, hasta el amanecer. Rasta gesticula mucho, amaga con dar un golpe de kárate, pero después se lo piensa mejor y se sienta a contar billetes. Después, se los da a una chica y vuelve, siempre a pequeños brincos, al centro de la calle, deteniendo el tráfico sin importarle que un coche tenga que aguardar a que a él se le ocurra cambiar de dirección.
Tres hombres jóvenes de pelo corto se detienen junto al contenedor. Hablan. Parece que discuten. Pero no es cierto. En realidad son policías vestidos de paisano. Los mismos que había prometido el comisario de Centro a los vecinos. Efectivamente, allí están con un transmisor en la mano.
Rasta se pega contra la pared. También otro chico joven, con barba, que lleva toda la noche pululando por la esquina y que, aparentemente, manda bastante en este grupo de pequeños traficantes. Otro de los camellos se queda en el centro de la calle y empieza a gritar "Hijueputaaaa" mientras deambula por el chaflán y recoge bolsas de basura. Los policías le ignoran y él se comporta como un borracho o un demente.
No queda nadie en la calle. La veintena de personas que hasta hace poco parecían hormiguitas obreras vistas desde el ventanal, se han esfumado hacia la concurrida Gran Vía, un vomitorio ancho e iluminado adonde ya han llegado las prostitutas africanas, que se acurrucan junto a los escaparates.
Son las cuatro de la mañana y Rasta y su amigo abren las piernas. Se quitan los zapatos y enseñan papeles. Todo dura cerca de 10 minutos. Después, los policías se marchan calle arriba, caminando como un grupo de amigos después de una juerga. Los dos camellos sorprendidos también se deslizan por la esquina. Todo queda desierto. Ya es muy tarde. El reloj rojo fosforescente de la Gran Vía marca las cuatro. Fin de la noche. Pero no. A la media hora, todos los personajes regresan bajo la cámara del Ayuntamiento. Cada uno recupera su lugar. Vuelve el trasiego, que ahora incorpora a algunas de las prostitutas toxicómanas, que hasta esa hora estaban en un portal cercano. Ahora gritan y algunas bolsas cambian de manos. Vigilan. Van y vuelven. Algunos se pelean, amagan con darse botellazos. Pero no pasa nada. Vuelve la misma actividad. Falsa alarma.
La Policía Municipal sigue sin dar señales de vida. Sólo ha pasado un coche durante las ocho horas de la sórdida obra que se representa cuatro pisos más abajo. Se cumple la teoría de los vasos comunicantes. Mientras algunas zonas de la calle de la Ballesta, Valverde y la plaza de los antiguos cines Luna presentan el aspecto de un lugar de diversión un viernes de madrugada, Desengaño, Barco y Puebla muestran las cloacas de la parte trasera de la Gran Vía. El Broadway español, dicen.
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