El oasis vasco
A pesar de la crisis profunda de la sociedad tradicional, el País Vasco constituyó para el pensamiento conservador del siglo XIX un paradigma de orden y religiosidad, reflejado en las obras del sociólogo Le Play y del escritor catalán Mañé i Flaquer, cuyo libro llevaba por título precisamente El oasis. Difícilmente alguien hubiera pensado en hablar de Euskadi como un oasis en las décadas de plomo que se han sucedido desde la transición.
La situación actual es, por fortuna, bien distinta y sorprendente. Mientras la política española contempla una tensión irremediable entre los dos grandes partidos, con el de oposición además afectado de autofagia, desde la llegada de los socialistas al poder en la Comunidad Vasca se ha podido constatar que era posible una política de reforma y conciliación, con una colaboración leal del PP y una posibilidad de encuentro, entre gruñidos eso sí, con el PNV, de manera que la única sombra sea por el momento la que impone la crisis económica.
Se ha constatado que era posible en Euskadi una política de reforma y de conciliación
Dadas las condiciones en que fue forjada la mayoría parlamentaria, y con una oposición inicialmente frontal del PNV, se difundió una opinión en el sentido de que Patxi López estaría desde el principio maniatado. "El Gobierno no hace nada, nos echaron buscando el poder por el poder": tal fue el leitmotiv de la crítica del PNV desde el primer momento. Y sin embargo, en aspectos cruciales, el Gobierno socialista ha demostrado que tenía las ideas claras y además determinación para llevarlas a la práctica.
De entrada, porque como siempre nos canta el coro abertzale, aunque desafinando, para acabar con ETA no basta la actuación policial; es preciso desarrollar una labor política. Sólo que no se trata de reabrir la caja de Pandora del diálogo u otorgar un nuevo cheque de confianza a Otegi para que amanse a sus fieras.
Lo fundamental es demostrar que ni ETA ni sus sucursales políticas tienen el menor espacio en la escena vasca, y que ello implica no cerrar los ojos, como hizo el PNV a todos los niveles, ante el control de la visibilidad que suponía la exhibición de símbolos y fotos de etarras por todos los rincones de la geografía vasca. No son patriotas dispuestos a alcanzar su objetivo de independencia por medios democráticos, sino practicantes del crimen político. La responsabilidad del PNV al tolerarlo, tan humillante para las víctimas, fue enorme por el aval que suponía para el prestigio social del terror.
Ahora, gracias al consejero Rodolfo Ares, la farsa ha terminado, conjugando el rigor con el consenso al buscar la implicación de los ayuntamientos. Como correlato, la política de Paz y de Derechos Humanos tiene por norte recordar a la sociedad que la violencia y el terror son incompatibles con la democracia, y que desde este punto de vista, más allá de la tragedia personal, las víctimas tienen un papel decisivo que jugar en la normalización de la conciencia colectiva. Aunque ello le pese a Aralar, reducido hoy en Euskadi bajo el liderazgo de Ezenarro a la poco brillante condición de apéndice sin terror del ideario etarra.
Más compleja, y de importancia aun mayor, es la racionalización de la política educativa. El PNV había asentado ésta sobre una cadena de falsas evidencias, desde la hegemonía forzosa del euskera a los planes de estudio, o a la política de comunicación, indiscutibles porque respondían a la demanda de la única Nación, con mayúscula, existente en la comunidad. La airada negación por parte del PNV de haber desarrollado una política de adoctrinamiento nacionalista merecería sólo por eso convertirse en un gag dentro del programa de humor ¡Vaya semanita!
¿No percibían que al afirmar una y otra vez la existencia imaginaria de Euskal Herria, en el lenguaje televisivo, partiendo de los mapas del tiempo, o en los descriptores de materias de estudio, se transmitía a los vascos el mensaje irredentista de una entidad política que nunca existió y cuya aceptación como tal legitima a ETA? ¿No era falsear la realidad una Historia que escondiese la Historia de España (donde por suerte o por desgracia estuvieron siempre los vascos)? ¿Había que prolongar hasta el final victorioso la "lucha de idiomas en Euskadi" de que ya hablara un propagandista de los años 30 en vez de proponer una solución modernizadora, basada en el trilingüismo y en el equilibrio entre euskera y castellano?
En una palabra, las reformas promovidas por Isabel Celaa no son contrarias a la construcción nacional vasca; sí son incompatibles con el enfoque nacionalista fundado sobre la exclusión.
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