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Reportaje:

Nada ha cambiado en Kabul

La capital acoge con indiferencia el nuevo giro del proceso político

Ramón Lobo

La ciudad amaneció sin elecciones y con un nuevo presidente, pero a nadie parece importarle en Kabul. De todos los sobresaltos, desde la invasión soviética en 1979, éste es el menos importante. "No podemos hacer nada. Hoy hemos visto en la televisión cómo el presidente Obama felicitaba a Karzai. Él es el jefe", dice Surabi, de 48 años, comerciante, un tipo de porte distinguido. "Si Karzai hace caso de lo que le dice Obama durará los cinco años, si no, estará muerto, lo quitarán antes", añade. La gente tiende a arremolinarse en torno al que habla con un extranjero. No intervienen, más bien sirven de claque de quien parece saber lo que dice.

Las escuelas y las universidades afganas están cerradas por tres semanas. Una bien programada emergencia por la gripe A ha vaciado las aulas de miles de potenciales manifestantes y llenado las calles de gente con mascarilla. Cada mascarilla, un voto para Karzai. Son los crédulos, dice el conductor Zatu. "Todo es un juego", añade. "Y en eso Karzai es un maestro". No todos ponderan las virtudes del presidente. Otros, como Mia, un hazara que vende ropa, le llaman corrupto y le acusan de hundir el país. "Los jefes son los estadounidenses. Ellos son los que quitan y ponen presidentes".

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En Afganistán, como en muchos países pobres, existe una gran afición a las teorías conspirativas. Surabi repite una, ya escuchada en agosto en labios de personas de menor cultura. "Estados Unidos, Osama bin Laden, los talibanes y Karzai, todos son lo mismo. Los americanos podrían barrer a los talibanes de un plumazo si quisieran, pero no quieren porque sirven a sus intereses". ¿Y cuáles son esos intereses? El comerciante Surabi abre muchos los ojos para impresionar a la claque, ya bastante impresionada, y dice: "Sólo Dios lo sabe".

El día después de que se consumaran las elecciones peor celebradas que se recuerde, nada ha cambiado en Kabul: el mismo tráfico, las mismas bocinas, el mismo humo y polvo, la misma pobreza. Los mismos niños pidiendo limosna. Sólo falta Bill Murray, protagonista de Atrapado en el tiempo, para confirmar que se trata del mismo maldito día desde hace 30 años.

Tampoco hay cambios en el escenario del crimen del hostal Bekhtar, donde vivían una treintena de funcionarios de la ONU, y que fue atacado la semana pasada por un comando talibán: cascotes, paredes ennegrecidas, cristales, casquillos de bala y sangre seca. En el interior queda un chaleco azul con las siglas UN [Naciones Unidas, en inglés] oscurecidas por el fuego y dos cascos antibala. Al lado de donde hubo una puerta antes de que uno de los talibanes detonara la carga explosiva queda el resto de una pierna y una bota destrozada al lado. Es todo lo que queda de él: media pierna con el hueso al aire. Nadie lo ha recogido. Ni enterrado ni destruido. No es intencionado, tal vez sólo un descuido, como el descuido de los votos falsos que terminaron en las urnas destinadas a la reelección de Hamid Karzai.

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