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Un maestro de la tragicomedia
Columna
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Las dos vidas teatrales de JLLV

Marcos Ordóñez

No tuve suerte con López Vázquez. Hablo de teatro: no le vi en lo que me hubiera gustado ver, en su gran época de comedia. Entre 1957 y 1967: la década que va desde su entrada en la compañía de Alberto Closas y su abandono del género tras Amooor (Luv), de Murray Schisgal. Closas le convirtió en su mejor partner cómico: lo dicen las crónicas y lo vocean las películas que adaptaron algunas de aquellas obras. Me hubiera encantado verle en De acuerdo, Susana, de Carlos Llopis, en la "trilogía diplomática" de Calvo Sotelo (Una muchachita de Valladolid, Cartas credenciales, Operación Embajada), en Buenas noches, Bettina, el musical de Garinei y Giovaninni y, sobre todo, en Blas, el vodevil de Magnier que en París lanzó a Louis de Funès. Y en Los Palomos, de Paso, en 1964, mano a mano con Gracita Morales. López Vázquez tenía que ser una auténtica turbina cómica en aquellas funciones. Hasta que en 1967 se despide de la comedia con Amoor, dirigida por José Luis Alonso, que en Broadway había estrenado Jack Lemmon. ¿Qué pasa en 1967? Pasa, a mi juicio, que López Vázquez estrena Peppermint frappé, de Saura. Todos los listos proclaman, a coro: "¡Teníamos a un trágico y no lo sabíamos! ¡Qué enorme tristeza hay en su mirada! ¡Y qué silencios!". Al parecer, los listos no le habían visto en El pisito, para poner sólo un ejemplo.

¿Por qué nadie le ofreció un Jardiel, un Mihura o un Feydeau?
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Mi teoría es que cuando un actor deja la comedia es porque le han dicho que es un gran actor dramático. No la dejó en cine, donde alternó, como la mayoría de actores españoles, todo lo que le echaran, cómico y dramático, pero cuando volvió a las tablas no volvió a "sacar" su imparable turbina farsesca ni por casualidad.

En mi recuerdo, estuvo estupendo como el psiquiatra de Equus, de Peter Schaffer, en 1975, y como el cura conservador de ¡Vade retro!, de Fermín Cabal, enfrentado a Ovidi Montllor, en 1982. Mucho mejor, para mi gusto, que como el sobreactuado Willy Loman de La muerte de un viajante dirigida por Tamayo en 1985, que pasa por ser su mejor trabajo. Las funciones que eligió (o le propusieron) después eran lo que suele llamarse "comedias dramáticas" muy educadas, muy convencionales: El manifiesto, de Brian Clark (1987), con Julia Gutiérrez Caba, o Separados, de Tom Kempinski, con Ana Marzoa, ambas en el Marquina, que volvió a convertirse en su feudo. O quizá la más cómica de todas, Cena para dos, de Santiago Moncada, un exitazo que estrenó en 1991 y repuso varias veces, a las órdenes de Ángel García Moreno. En sus últimos años se arriesgó con The sunshine boys, obra amarga de Neil Simon, horriblemente retitulada Un par de chiflados, en 1997, junto a Pedro Peña y a las órdenes de Ricard Reguant; con César y Cleopatra, junto a Maruchi León, un Bernard Shaw adaptado por Martínez Mediero y dirigido en Mérida por Paco Suárez, y en un breve papel en La raya del pelo de William Holden, de Sanchis Sinisterra, con Ana Torrent y Manuel Galiana, en el Arlequín. Volvió a lo seguro, a Cena para dos (2002/2004), con Carmen de la Maza en el rol que estrenó Irene Gutiérrez Caba, y se despidió con un leve divertimento, Tres hombres y un destino, trenzado por Lorente, Asorey y Galán y dirigido por Esteve Ferrer, donde compartió tablas con Manuel Alexandre y Agustín González. Todavía me sigo preguntando porqué nadie le ofreció un Jardiel, un Mihura, un Feydeau. O por qué no le apeteció hacerlos.

López Vázquez, junto a Ovidi Montllor, en un ensayo de la obra <i>¡Vade retro!</i><b>, en 1982.</b>
López Vázquez, junto a Ovidi Montllor, en un ensayo de la obra ¡Vade retro!, en 1982.

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