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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Guerras judiciales

Lo peor que podría pasar es que los casos de corrupción terminen por desgarrar la judicatura

La decisión del juez del caso Millet de dejar en libertad con cargos al hasta hace poco presidente del Palau de la Música de Barcelona y rechazar, por el contrario, la prisión preventiva incondicional que había solicitado para él la fiscalía de Cataluña ha desconcertado a amplios sectores sociales, provocando las ineludibles comparaciones con otros casos de corrupción que se tramitan en los tribunales. También ha provocado ácidas y hondas discrepancias, con visos incluso de trascender lo jurídico, entre jueces y fiscales, y de jueces entre sí.

El juez del caso Millet se ha parapetado tras la ley para defender su decisión. Pero no es cierto que la actual regulación legal de la prisión provisional impida acordarla en el caso de un imputado por apropiación indebida, posiblemente asociada a malversación de caudales públicos por más de 10 millones de euros (20, según los fiscales), al que podrían corresponderle hasta nueve años de cárcel -una pena muy superior a la de dos años que la ley exige para adoptar esta medida cau-telar-; del que todavía falta por investigarse una parte de su actuación delictiva, con el riesgo de destrucción de pruebas que ello conlleva, y cuya situación familiar y económica acrecienta el peligro de fuga.

El juez ha interpretado los requisitos de la ley en favor del imputado. Estaba en su derecho, pero es responsabilidad suya haberlo hecho, no de la ley, que no necesita reforma alguna para que pueda acordarse la prisión provisional incondicional solicitada por la fiscalía. Quizás para salir al paso del malestar social creado por la decisión del juez, la fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, con los fiscales que investigan el caso, defendieron en una rueda de prensa su posición. Pero es ante los tribunales donde debe defenderla y afinar sus argumentos jurídicos, pues lo que ha decidido el juez instructor no es definitivo. Todavía puede ser enmendado por la Audiencia Provincial de Barcelona mediante el correspondiente recurso.

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También algunos jueces han mostrado su extrañeza por la "extraña" decisión de su colega del caso Millet, lo que ha provocado que otros jueces salgan en su defensa y se atrevan, incluso, a proponer sanciones para los jueces que han puesto peros a la decisión. Lo peor que podría pasar es que los casos de corrupción, por afectar principalmente a partidos políticos y a personajes con influencia, terminaran por desgarrar la judicatura. Nada lo justificaría, ni decisiones como la del juez del caso Millet ni la descarada actuación del juez De la Rúa en el caso Camps. Tampoco actuaciones tan estridentes como la instrucción inquisitorial, más que inquisitiva, a que está dando lugar la querella contra el juez Garzón por haberse atrevido a dejar plasmado en dos autos judiciales un relato de los crímenes franquistas y la valoración jurídico-penal que merecen. El sistema judicial debe tener capacidad no sólo para enmendar sus propios errores; también para redimirse de las debilidades y miserias personales de sus servidores. Es lo que esperan los ciudadanos.

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