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Columna
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Cabezas

La semana pasada estaba programada para ser un paseo triunfal para Zapatero, como protagonista único de la actualidad política. Se abriría con su recepción por Obama en el despacho oval, proseguiría con su gira pacificadora por Oriente Próximo y culminaría tras cerrar un acuerdo parlamentario con el PNV, que le permitiría superar la primera votación plenaria de los próximos presupuestos del Estado. Pues bien, semejante programa escénico ha fracasado. Todos esos hechos se han producido uno tras otro del modo en que estaban previstos. Pero su secuencia ha quedado desdibujada y borrosa al fondo del escenario, pasando desapercibida para la mayor parte de la audiencia. Y todo porque la actualidad ha estado pendiente durante toda la semana de los dramáticos acontecimientos que mientras tanto se vivían con una gran tensión emocional en las sedes valenciana y madrileña del Partido Popular, siendo inmediatamente retransmitidos en directo a todo el país por los distintos canales informativos.

La caída de Camps debilitaría a Rajoy, que se quedaría inerme ante el desafío de Aguirre

Con ribetes casi shakespearianos, hemos presenciado el primer acto de una tragedia en toda regla, como es la reanudación de la más cruda lucha por el poder en la cúspide del Partido Popular. Tratándose de las repercusiones políticas del caso Orange Market (nombre de la trama corrupta que copó en Valencia los contratos del PP y el Gobierno autonómico), podría pensarse que su representación pertenecería al género fallero, escenificándose a la manera de Berlanga como una comedia bufa donde se entremezclarían juntos y revueltos petimetres, sastrecillos, curitas y boticarias. Al fin y al cabo, todo este nauseabundo asunto recuerda demasiado a la trama Filesa, y ya predijo Marx que la historia sólo se repite como tragicomedia. Pero esta vez la reedición del trauma colectivo ha tenido más de drama que de farsa, pues ya han empezado a rodar las cabezas. Y si la representación ha logrado alcanzar tales niveles de autenticidad emocional es porque ahora ya ha habido sangre, sudor y lágrimas de verdad, corriendo casi todo el protagonismo dramático a cargo del personaje más imprevisto.

Me refiero, claro, al secretario general Costa, que de ser tan sólo un lindo lechuguino pisaverde ha pasado a erigirse primero en un fiscalizador testigo de cargo, que empezó a cantar las verdades del barquero, para pasar después a ejercer de falso culpable: un pobre inocente al que se hace pagar el pato cortando su cabeza de turco a fin de encubrir a los verdaderos culpables. Y por el momento la pieza termina mal, pues en su último acto el señor Rajoy, haciendo de improbable Rey Lear, ha premiado al malvado Camps con la renovación de su confianza áulica. Con lo cual queda claro que si se echa a Costa no es por corrupción, ni tampoco por engañar al partido, como ha hecho Camps, sino precisamente por decir la verdad: por salir al proscenio para dar la cara confesando sus vergüenzas, señalando a sus cómplices y pidiendo explicaciones a sus superiores. Algo que éstos no podían tolerar ni perdonar, procediendo a sacrificarle sin piedad. Para lo cual enviaron como arcángel justiciero a la obediente Cospedal, que hubo de hacer el trabajo sucio de verdugo a fin de que sus jefes no tuvieran que mancharse las manos. Un siniestro guión a la manera de Coppola.

Es la tradición de descargar todas las culpas sobre una víctima propiciatoria, dispuesta a sacrificarse por sus superiores como un manso cordero. Algo que ya hizo el PSOE con Rafael Vera en el caso Gal y con José María Sala en el caso Filesa, y que hoy vuelve a hacer el PP en el caso Bigotes con Ricardo Costa, la primera cabeza en caer (pues las que Aguirre hace rodar en Madrid no son tales cabezas cortadas). ¿Cuál será la próxima? ¿La cabeza de Camps? Rajoy no se atreve a cortarla por la misma razón que éste se resistió a cortar la de Costa: porque si lo hiciera correría más peligro de perder la suya propia. La presencia de Costa reforzaba a Camps como si fuera su escudo, y también la continuidad de Camps le sirve de escudo a Rajoy. Ahora, tras dejar caer a Costa, se debilita mucho el poder de Camps, que queda desnudo ante sus críticos zaplanistas. Y la caída de Camps también debilitaría a Rajoy, que se quedaría igualmente inerme ante el desafío de Aguirre. Una rival que ha quedado en cambio reforzada tras fingir que cortaba cabezas, aunque no las de sus escudos González y Granados. Y si empiezan a rodar las cabezas es que se reabre la lucha por el liderazgo, a la que acudirán en cuanto olfateen la sangre las demás fieras sedientas de poder: los hombres de Aznar, como Acebes, Oreja o Zaplana, y quizá los de Rato, como los hermanos Costa.

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